domingo, 4 de agosto de 2019

SANTA ROSA Y LA VIDA MISIONERA

Por Tamara Rivera

 

Para muchos peruanos e hispanos, la figura de Santa Rosa no resulta ser lejana, pues cuando escuchamos su nombre, a más de uno nos viene a la memoria la historia surrealista de su rostro convertido en una hermosa rosa, expresión de una gran belleza, pero con la cual sufrió ya de adulta, puesto que por ello tenía varios pretendientes que ella sinceramente no buscaba.

Lejos está nuestra primera santa de tierras peruanas y del Nuevo Mundo, que nació un 20 de abril de 1586 en la Ciudad de los Reyes, de padre portorriqueño y madre peruana, de ser tan solo un lindo rostro angelical y cuerpo mortificado. Ella pasó a la inmortalidad por todos los desafíos que vivió en su época y cultura.

Queriendo entrar a una orden conventual agustina, como toda mujer que buscaba entregar su vida a Dios y muy propio de esa época, Dios mismo no se lo permitió, pues había pensado algo mejor para ella, como siempre suele hacerlo con cada uno de sus hijos que buscan seguirlo y darle todo, Él le pedía algo que anhelaba más profundamente su corazón: ayudar a los pobres materiales y de amor, pero desde la cotidianidad de cualquier cristiano común.

Ella terminó siendo una laica, una "simple cristiana bautizada", con el hábito de la orden terciaria dominica, resultó viviendo en la casa de sus padres. Haciendo los quehaceres ordinarios que muchas mujeres de su época solían hacer como bordar, tejer, sembrar flores en su lindo jardín, pero no sólo, toda su fuerza y amor fue volcado en ayudar a las personas más necesitadas de Lima. Fue toda de Dios pero en la vida del día a día.

Santa Rosa de Lima, si bien nunca salió de la ciudad de Lima, llegó a ser una auténtica misionera. Esta mujer laica se anticipó a su tiempo,  respondió a su vocación de bautizada de manera individual, trabajó para que el mensaje divino de salvación sea conocido no sólo de palabra, sino con las obras, por todos los pobres que sirvió y por cuanta persona tuvo la oportunidad de cruzarse con ella. "Y pasó por el mundo haciendo el bien" (Hechos 10, 38).

Que no te sorprenda por ello, verla hoy en los altares de cientos de iglesias por todo el mundo, desde la catedral de Saint Patrick en Nueva York, hasta la catedral del Sagrado Corazón en Koekelberg en Bruselas, haciendo misión con su testimonio de vida después de más de 500 años.

Y es que algunas veces te puede pasar que cuando piensas en misiones o vida misionera, quizás te imaginas a un San Francisco Javier, patrono principal de las misiones, conquistando el Oriente, o a cientos de personas que viajan a países lejanos para evangelizar. Pues si bien tienes razón, así como este gran santo fue misionero, también lo fue Santa Teresa del Niño Jesús, quien desde los 15 años nunca salió de su convento en Lisieux, Francia, pero que se convirtió en la patrona principal de la misiones, por ofrecer sus oraciones y sacrificios por esta causa.

Sin embargo, esta idea de misión no termina de ser del todo cierto, puesto que por un lado  la vocación misionera es de todo cristiano y por otro, para ser un auténtico misionero no importa el lugar donde te encuentres anunciando el Evangelio.

Como bien nos dice el Papa Francisco en la Evangelii Gaudium: "la misión del cristiano es comunicar la vida que se ha recibido a los otros. No como fruto de un esfuerzo heroico sino como respuesta generosa a una llamada que nos impulsa y sostiene en nuestra misión evangelizadora. Así queda claro que Dios nos pide todo, pero al mismo tiempo nos ofrece todo».

Para ser misionero simplemente tienes que responder a tu vocación de ser bautizado, de ser elegido y consagrado a Dios. Todos tenemos este llamado, todos somos elegidos por Dios, desde los sacerdotes, religiosas hasta los casados y también los que no lo son. No hay pretexto para ello.

Y Santa Rosa de Lima nos demostró que era posible, como nos mencionó el cardenal J. Ratzinger, en su visita al Perú en 1986: "su figura humilde y pura irradia su luz a través de los siglos sin mudas palabras; ella es el perfume de Cristo que hace resonar de sí misma su anuncio más fuertemente que a través de escritos e impresos". No contamos con muchos de sus escritos, pero si uno de ellos nos muestra la fuerza de la causa a la que servía: "Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús". (Catecismo de la Iglesia Católica, 2449).

¿Pero qué hay detrás de esta joven mujer que murió a los 31 años y nos dejó su aroma de santidad en el Nuevo Mundo? Para comprender y ahondar sobre la profundidad de su vida, tendríamos que saber que ella vivió en constante oración, pero no una oración de palabras repetidas y vacías, sino como un encuentro y diálogo interior con Dios. En otras palabras, ella tenía una relación cercana con Dios.

Su amor a los pobres no era una simple filantropía, sino que estaba cimentado en un profundo amor a Jesús pobre, que la hacía obrar según las palabras evangélicas: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos, a mí me lo hicisteis" (Mateo 25, 31-46).

En la actualidad, de repente muchos aún ni siquiera saben cuál es su vocación y misión en medio del mundo, pero si alguna vez caminas por la avenida Tacna o por el Jirón de la Unión, puedes ver a  estas personas que desde su profesión, de psicólogos, trabajadores sociales o quizás obreros y cuyos nombres quizás no pasen a la historia, encuentran a estos pobres y mendigos con los mismos rostros sufrientes que miró Santa Rosa  y comprometiéndose con ellos, los buscan reinsertar a la sociedad, sin notar que esto tiene un peso de eternidad.