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La hermana Meche evangeliza ‘burriers’ en cárceles peruanas
Texto y fotos: Paola Pinedo García - 20-03-2014
En pleno uso de su libertad, Mercedes López optó por una vida entre rejas. Jamás tuvo problemas con la justicia. “Ni siquiera una infracción de tránsito”, confiesa. Aún así pasa sus días entre dos cárceles de Lima, y por propia voluntad. Hace 23 años esta misionera española trabaja en el obispado de el Callao (primer puerto peruano, al oeste de Lima) apoyando en lo que puede a los presos extranjeros que cumplen condenas por tráfico de drogas.
El apoyo de la hermana Meche, como se deja llamar con cariño, traspasó los barrotes en 2005. Instaló la Casa de la Esperanza Migrante, para ayudar a los burriersextranjeros que salen de prisión. Desde entonces los acoge, les da un techo provisional, comida, ropa, les gestiona documentos y hasta les consigue trabajo. Por suerte para ellos, la mayoría son sus compatriotas. En Perú, mula, narcomula y burroson algunos de los términos para nombrara quienes transportan drogas en sus cuerpos o equipajes.
El número de españoles detenidos por intentar transportar drogas desde Perú ha ido en aumento en los últimos años. Las capturas en el aeropuerto internacional Jorge Chávez, de el Callao, son una prueba contundente: 26 españoles detenidos de un total de 131 burriers de diferentes nacionalidades, interceptados entre enero y octubre de 2013 (aún no se conocen cifras oficiales de todo 2013). En 2012 el número denarcomulas españoles detenidos fue de 62, de un total de 248. Ese año los españoles pasaron a encabezar el escalafón de detenidos, superando a los peruanos (con 53). En 2011 la cifra fue de 50, y en 2010, de 83.
El jefe de la Dirección Antidrogas de la Policía Nacional del Perú (DIRANDRO), Johny Bravo Santos, al presentar estas cifras a la prensa dijo estar seguro de que la crisis económica y el desempleo en España son la principal causa de la creciente actividad deburriers españoles.
La hermana Mercedes no puede decir lo contrario. “Me apena ver cómo van aumentando los españoles y españolas en los penales. Lamentablemente la crisis está golpeando muy duro a España y esta es una de sus graves consecuencias”.
Pero a ella le apenan más sus familias, sus madres, sus hijos, y el drama que rodea a estas personas cuando cometen lo que llama el “error de sus vidas”. Mercedes explica este sentimiento en una sencilla razón: se convierte para los burriers en el único contacto con sus países de origen a través de los consulados y, por supuesto, con sus familiares. En otras palabras, la hermana Mercedes es para ellos la única esperanza de pasar de la manera menos miserable una temporada en el infierno.
Debido a que la mayoría de detenciones se produce en el aeropuerto Jorge Chávez casi todos los burriers son recluidos en el Establecimiento Penal del Callao, jurisdicción a la que pertenece la terminal aérea. Otros, con más suerte, van a parar a Ancón II. Ambos penales están ubicados en la línea costera de Lima, separados por 26 kilómetros (dos horas en transporte público). Pero mientras el último es una cárcel nueva, construida hace apenas dos años, con una infraestructura proyectada para un encierro con fines de rehabilitación, el penal de el Callao, conocido como Sarita Colonia, es un verdadera cárcel antimodelo. El hacinamiento allí es de 400%, es decir, en el penal purgan penas más de 2.500 personas cuando fue construido para albergar a 572. Hay 321 internos extranjeros en este penal, mientras que en Ancón II son 429.
Para nadie es un secreto que en Sarita Colonia la droga y la corrupción condicionan la rehabilitación de los encarcelados. Entre sus muros los presos extranjeros se enfrentan no solo al encierro en un país que no es el suyo sino a un submundo hostil y perverso. Y allí trabaja la hermana Mercedes, llevando esperanza a quienes han perdido hasta las ganas de dormir.
En 2013 la población penal de nacionalidad extranjera en Perú alcanzó los 1.604 internos (1.365 varones y 239 mujeres), según datos del Instituto Nacional Penitenciario. España es también el país que más internos aporta a las estadísticas de presos extranjeros en Perú, con 304. En 2012 la cifra de españoles presos en cárceles peruanas fue de 249. Andrés Collado, cónsul general de España en Lima, ha advertido con preocupación que el número de españoles detenidos por narcotráfico en Perú que cumplen prisión se duplicó en cinco años, al pasar de 150 en 2008 a 289 en 2013.
Entre Jesús y el Real Madrid
Mercedes López Fernández, 66 años, madrileña, contextura delgada, cabello castaño rojizo, lacio y corto, ojos marrones y mirada solemne. Me recibe en la Casa de la Esperanza Migrante, ubicada en una ajetreada calle del distrito de La Perla, en el Callao. Estoy en el 450 del jirón Cahuide, al mediodía, cumpliendo la recomendación de no llegar después de las 6 de la tarde para no correr riesgos innecesarios.
Ingreso en su oficina. Está hablando por teléfono. Hace una seña con las cejas y otra con la mano izquierda, levantando el dedo índice. Luego, con otra seña nos invita a sentarnos. Por lo que logramos escuchar es una llamada de larga distancia. Aprovecho para echar una mirada al lugar. En una de las paredes, junto a un cuadro de Jesús extendiendo los brazos aparece un banderín de felpa que reza Real Madrid, Campeón Glorioso, con la insignia del club español –más tarde la hermana Mercedes me contaría que se lo regaló un recluso de un taller ocupacional–. Debajo, en una estantería, reposan varias biblias, fotos personales, un CD de Andrea Bocelli, una postal de la catedral de la Almudena, imágenes de vírgenes y santos, una estatuilla de Juan Pablo II y un muñequito de Santa Claus, además de un telefax y una vieja y amarillenta computadora. Sobre el escritorio, una lámina de vidrio protege otras tantas imágenes de Jesucristo, estampillas y fotos familiares: todo un altar dedicado a la nostalgia y a la veneración religiosa.
En cuanto cuelga el teléfono se disculpa y se presenta con una sonrisa de cortesía. Me explica que era una llamada muy importante de España y toma asiento en su silla reclinable con rueditas. Me pregunta si soy católica. Le digo que sí. Entonces me pide que todavía no encienda la grabadora. De un cajón saca un objeto metálico que jamás había visto, me toma de las manos y me lo entrega mientras me dice, con esa calma típica de los religiosos y una voz de rezo que no esconde su ceceo peninsular: “Te obsequio este denario para que la Virgen María te proteja a través de la oración. Debes rezarle aunque sea un Ave María al día, ¿vale?”.
Mientras intento quitarme la impresión del momento, ella se recuesta en su silla y empieza a contarme su vida antes de llegar a Perú y las misiones pastorales. “A los 24 años hice un retiro y allí recibí ese pegafuerte que me cambió la vida”. El cambio incluyó dejar un prometedor trabajo en la fábrica de Löreal en Madrid y, por supuesto, a la familia.
“El Señor lo quiso así. Y ellos [su familia] lo comprendieron. Son sensacionales, incluso apoyan económicamente esta causa”, cuenta la hermana Meche refiriéndose al dinero que le envían sus tres hermanos, otros familiares y amigos, y que destina a costear desayunos en beneficio de niños pobres de el Callao y algunos gastos de mantenimiento de la casa.
La labor pastoral de Mercedes López Fernández en los penales de Lima comenzó en 1991, cuando llegó a Perú para atender el caso de un joven que había sido detenido por tráfico de drogas y estaba recluido en el penal limeño de Lurigancho. Aterrizó en la capital peruana a petición de monseñor Miguel Irízar, sacerdote español que por entonces era obispo emérito de la diócesis de el Callao.
Cuando en 1995 empezó a funcionar el Establecimiento Penitenciario de el Callao Sarita Colonia, la hermana Meche fue la elegida para dirigir la pastoral carcelaria de la Esperanza, y específicamente el módulo de los presos extranjeros. La función principal de esta pastoral es evangelizar a las personas privadas de libertad. Este trabajo lo realizan misioneros o agentes pastorales, cuya líder en el Callao es la monja López Fernández.
En los últimos 18 años no ha habido lunes ni viernes en que la hermana Meche haya dejado de visitar a los presos extranjeros del penal de el Callao. Y desde 2010 los jueves tampoco ha dejado de ir al penal de Ancón. Tres días a la semana dedicados a su trabajo pastoral en ambas prisiones. En los penales habla con los presos, pero principalmente los escucha, para ayudarlos en lo que necesiten y esté a su alcance.
Ella define su trabajo como “acompañamiento espiritual para el cambio”.
―¿Por qué eligió ayudarlos a ellos?
―Pues quizá porque los otros grupos tienen demasiada gente que los ayuda. Pero en los presos nadie se fija. Se cree que no tienen remedio…
―¿Y lo tienen?
―Sí, yo creo en el cambio. Si no, recordemos la parábola de San Pablo y su caída. ¿La recuerdas, verdad?
El reto de recordar un pasaje bíblico del que nunca había oído hablar era imposible para mí, así que no tuve otra opción que ser sincera y poner cara de ignorancia. La hermana Mercedes me contó la parábola de inmediato. Relata la conversión de San Pablo al cristianismo y cómo después de haber sido un judío que perseguía a los cristianos terminó al lado de Jesús hasta el final de sus días, y nada menos que como uno de sus apóstoles.
Temía que después de contarme este episodio sacara una de sus biblias para darme una lección de la asignatura de religión, a la que nunca presté atención en el colegio. Pero no lo hizo. Le pedí que me mostrara la casa.
Oportunidad de cambio
El inmueble tiene tres pisos. En el primero, además de la oficina, hay un comedor con mesas largas y rectangulares de melamina anaranjada, con bancas también rectangulares y sin respaldo. El piso del salón, de unos 40 metros cuadrados, es de cemento pulido. El techo es de calaminas. Un pasadizo largo conduce a un patiecito que en una de sus esquinas tiene una gruta con la estatua de la Virgen María. Es el lugar preferido de Mercedes López, porque allí reza e improvisa ceremonias de agradecimiento a Dios junto con los huéspedes de la casa.
“No les imponemos a Dios en sus vidas, pero los acompañamos a que descubran a Dios en ellos a través del cambio. Y obviamente le damos un sentido muy espiritual y católico a la casa”.
En el segundo piso están las habitaciones de los varones, con dos y hasta tres camas en cada una. Paredes de cecmento confundidas con algunas de drywall. Un fuerte olor a humedad nos recuerda que estamos a pocas manzanas del mar. Los cuartos tienen lo mínimo, aparte de las camas, y algún que otro velador o ropero. Pienso que el que sale de la cárcel debe sentirse aquí como en un hotel de lujo.
El paisaje es el mismo en el tercer piso, excepto que está reservado para las mujeres. También hay una biblioteca, muy básica, pero que tiene algunos títulos de literatura universal para los que quieran refugiarse en la lectura. En esa misma sala hay cinco computadoras antiguas, que parecen en desuso, cubiertas con protectores impermeables. Todas apagadas. Ninguna tiene acceso a internet. El único medio de comunicación, que los huéspedes de la casa atesoran, es el teléfono fijo.
Hay seis antiguos burriers viviendo actualmente en la casa. Pero el número varía de un mes a otro. La estadía promedio de cada uno es de dos a tres meses, y la meta de la mayoría es regresar a sus países. “Este año tenemos menos personas que en años anteriores porque los jueces están concediendo pocas libertades”, dice la hermana Meche. “Gracias a Dios los seis tienen trabajo”. Por eso es difícil verlos de día en la casa. Trabajan en jornadas completas y solo aparecen para dormir, por las noches.
Un surafricano es vigilante nocturno en un colegio. Hay dos trabajando en un mercado mayorista de el Callao, y otros en la terminal pesquera. Son los que salen de prisión con la voluntad de recuperar el tiempo perdido y enmendar el camino, según nos cuenta Mercedes López.
La relación de respeto que mantiene la hermana Mercedes con cada una de estos reclusos continúa cuando salen de prisión y llaman a su puerta. “Algunos salen enfermos, con TBC e incluso VIH, o sumidos en las drogadicción. Pero la mayoría logra vencer sus males y retornar a sus países”.
―¿Cómo hace para que no le afecte emocionalmente?
―Con la ayuda del Señor.
Su respuesta no me da lugar a repreguntas sobre la evidente carga emocional de su trabajo. La hermana Mercedes se muestra muy discreta. Prefiere no hablar de los casos que ha visto. Y me pide que no entreviste a nadie.
―¿Se portan bien aquí dentro?
―No les queda de otra, y además tenemos reglas. Esta no es una casa de rehabilitación, ni un anexo del penal. Ellos lo tienen claro.
―¿Hay reincidentes?
―Lamentablemente sí, los que no se quieren dar una oportunidad de cambio.
De una de las habitaciones del piso para mujeres sale una joven con acento catalán. Tiene moretones y cicatrices recientes en el rostro. Le faltan al menos dos dientes, pero no deja de sonreír. Su cabello es muy corto, y parece como si hubiera empezado a crecer después de haber sido rapado al cero. La hermana Mercedes me la presenta –luego me pide que no mencione su nombre– e intercambiamos un par de palabras acerca de mi visita. Casi no entendí lo que dijo, hablaba demasiado rápido. La hermana Mercedes le explicaba algo qie tiene que ver con sus documentos. Buenas noticias, al parecer.
Cuando pienso que la hermana Mercedes no me dirá una sola palabra sobre la joven termina contándome que se recupera de una golpiza salvaje de su expareja, un peruano drogadicto de el Callao.
―Como ves, tenemos de todo. Ahora mismo tenemos entre nosotros a un seropositivo, me dice bajando la voz.
Mientras caminamos de regreso a su oficina voy procesando el testimonio de la hermana Meche, que me produce admiración, un poco de temor, y mucha curiosidad.
―¿Qué ha aprendido en sus años en las cárceles?
―Que no todos son culpables allá adentro.
La visita acaba y mi reflexión continúa. Ahora se enfoca en la justicia. Pero ese es otro cantar.
Paola Pinedo García es periodista, licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima. Ha sido corresponsal en Lima de diarios y portales de noticias internacionales como El Mercurio de Chile y El Tiempode Colombia. Es docente de periodismo en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya de Perú