Escultura del Beato Anchieta frente
a la catedral de Sao Paulo
El Beato José de Anchieta (1534-1597), nacido en la localidad tinerfeña de La Laguna, fue calificado de apóstol de Brasil, y es un personaje equiparable en su fervor misionero a su contemporáneo san Francisco Javier. Además, estuvo dotado de una versatilidad que le llevó a redactar poemas épicos, religiosos, obras teatrales e incluso tratados de zoología y botánica, en su afán de poner la cultura al servicio de la evangelización. Con todo, la predicación de Anchieta sería siempre un desbordamiento de su intimidad y comunicación con Dios, más que el resultado del estudio de muchos libros, pese a haber sido un auténtico hombre del Renacimiento, estudiante en la Universidad de Coimbra, conocida entonces como la Atenas portuguesa. Predicaba más desde el afecto a sus oyentes que con disertaciones teológicas, pese a estar bien preparado para ellas, y trataba de persuadir a cada uno, pues cada alma es única e irrepetible. Pese a todo, José de Anchieta ha sido un referente para la cultura brasileña, en particular para el cine, la pintura, la literatura o la música. Por citar sólo algunos ejemplos más recientes en el tiempo, el compositor Heitor Villa-Lobos utilizó un poema mariano de Anchieta en su espectacular SinfoníaAmerindia, y el director Paulo César Saraceni, uno de los principales representantes del Cinema Novo Brasileiro, recreó su biografía en Anchieta, José do Brasil, en 1977.
Recuerdo esta película, de un estilo ajeno a toda retórica y marcada por la sencillez de un guión, históricamente bien documentado, y que, en ocasiones, se asemeja al teatro religioso escrito por Anchieta, aunque tampoco el director rehúye la crudeza de algunas situaciones. Son memorables, sin embargo, las escenas en las que el protagonista desborda de la alegría de quien ve a Dios en la naturaleza, y que sonríe al extraer una caracola del mar, o al encontrarse en su camino con un indio.
La conclusión fácilmente extraíble de este film, o de las biografías del misionero jesuita, es que José de Anchieta tuvo que enfrentarse a obstáculos formidables desde su llegada a Brasil con tan sólo diecinueve años, sin tan siquiera haber sido ordenado sacerdote, pero allí permanecería hasta su muerte. Padeció toda su vida dolencias físicas, atribuidas a una tuberculosis ósteo-articular de tipo genético. Su aspecto era escuálido y tenía la espalda un tanto deformada, como consecuencia de haberle caído encima una escalera. Se complacería en sus debilidades, como su admirado apóstol Pablo: «Cuanto más débil, soy más fuerte» (2Cor 12, 10), porque podía superarlas mediante una fe que le había acompañado desde niño, pues él mismo reconoció que «la fe verdadera creció conmigo desde mis primeros años, porque me la dio el Hijo y su dulce madre».
Pero el enemigo más peligro del apóstol es el desánimo, que acompañó incluso a los Doce, pese a lo que habían visto y oído. En el caso de Anchieta, el desánimo podía estar representado por los malos ejemplos que daban a los indios los colonos portugueses, no pocos de ellos desterrados por la justicia de su país por haber cometido graves delitos, gentes proclives a la codicia, los engaños y la mala vida, de los que saldrían tratantes de esclavos que harían odioso entre los nativos el nombre cristiano. Tampoco los indios tupis eran aquellas gentes ingenuas y primitivas que asistieron, entre el asombro y un temor reverencial, a la primera Misa celebrada en suelo brasileño, tal y como puede verse en las imágenes del film clásico El descubrimiento del Brasil, de Humberto Mauro. Canibalismo, espíritu guerrero, poligamia, embriaguez, hechicerías... eran rasgos extendidos de las costumbres tribales. Ante ellas, la reacción podía ser la de un calvinista francés, de aquellos que disputaban a los portugueses un palmo de terreno en la costa brasileña, y que, en el citado film de Saraceni, esgrime ante Anchieta la cita bíblica de que no se deben echar perlas a los cerdos (Mt 7, 6). Inadmisible argumento para un jesuita que recuerda que el Papa Paulo III afirmó, en la bula Sublimis Deus, que los indios eran seres humanos, racionales y dotados de alma, aunque el fundamento definitivo de la evangelización es que Jesús padeció y murió por todos los hombres.
El secreto de Anchieta para superar las penalidades no es otro que la luz de la fe, confirmada por una alegría basada en la confianza filial en Dios y en su Madre. La escena, recreada en la pantalla o en obras pictóricas, en la que el misionero escribe, con un palo en la arena de la playa, algunas palabras del texto de su poema De Beata Virgine Dei Matre Maria, no deja de sorprendernos. No tiene tinta ni papel, y los indios lo han tomado como rehén, pero su corazón desborda de júbilo mientras traza con un palo unos versos que, meses más tarde, pondrá por escrito.