Los beaterios en la Lima colonial. El caso de un beaterio para mujeres indígenas nobles
Waldemar Espinoza Soriano
<waldemar_espinozasoriano@hotmail.com>
Mery Baltasar Olmeda
Universidad Nacional Mayor de San Marcos
Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima:
Vol. 14, Núm. 24 (2010), pp.131-147
Beaterios in Colonial Lima. The case of a pious noble indigenous women
RESUMEN
La cristianización del Perú, en la cual pusieron mucho esmero y estrategias los sacerdotes españoles, tomaron como principales catecúmenos a los hijos de la nobleza inca y curacal. Trajo como consecuencia que los hijos de éstos, poco a poco, sintieran atractivo por la religión católica, al punto que muchos adolescentes exteriorizaron sus deseos de seguir la carrera eclesiástica. Con esta finalidad, a fines del siglo XVII, se fundó en la ciudad de Lima un beaterio para mujeres pertenecientes a la aristocracia andina. Fue el Beaterio de Nuestra Señora de Copacabana, instalado en el Paseo de los Descalzos. Soportó muchas vicisitudes, pero ha logrado subsistir hasta el día de hoy con la categoría de convento, dedicado a la educación de niñas.
ABSTRACT
The Christianization of Peru, in which the Spanish priests put a lot of care and strategies, took the sons of the Inca nobility and curacal as the main catechumens. That resulted in their children, little by little, feel attractive by the Catholic religion, to the point that many teens act out their desire to follow an ecclesiastical career. To this end, the late seventeenth century, was founded in Lima a pious for women belonging to the aristocracy of the Andes. He was called Beaterio de Nuestra Señora de Copacabana, located in the Paseo de los Descalzos. It endured many vicissitudes, but has managed to survive until today with the status of convent, dedicated to the education of girls.
Introducción
El beaterio fue una institución netamente medieval y colonial introducida en la segunda mitad del siglo XVI. Como la urbe de Lima era la capital de la Gobernación y Virreinato del Perú, es comprensible que en este centro urbano haya comenzado a echar sus primeras raíces, para años más tarde ser difundido por otras ciudades, villas y pueblos ocupados por españoles, criollos y hasta por mestizos e indígenas, conforme avanzaba la introducción del cristianismo y educación religiosa a cargo de sacerdotes y monjas.
El beaterio y las beatas
Dicha denominación proviene de la palabra beata, que es la mujer que vestía el hábito perteneciente a determinada Orden religiosa (carmelitas, franciscanos, agustinos, dominicos, mercedarios). Podía vivir sola con recogimiento, en una casa particular, ocupándose en obras de virtud y caridad católica. Pero también podían ser grupos o reuniones de personas que permanecían unidas o congregadas bajo ciertas constituciones y reglas parecidas a la de los conventos, colegios y otros semejantes, aunque no en clausura absoluta, como sí lo hacían, por excepción, las beatas de San José de Madrid y las de Alcalá de Henares. Como se ve, no pasaban los días en aislamiento incondicional formando una congregación conventual reconocida por las máximas autoridades eclesiásticas, ni por el monarca mediante cédulas reales. Por lo tanto, llevaban un devenir sin sujetarse a reglas explícitas.
Paraban en habitaciones comunes para ocuparse en faenas de piedad y devoción, lo que vale decir, dedicadas a la oración, cánticos místicos y obras de virtud y ayuda, apartadas de las diversiones ordinarias y banales. Los objetos allí reunidos tenían la calidad de corporativos, de suerte que cualquiera podía participar y usar de ellos libremente. Desde luego que coexistían algunas que vivían guardando clausura voluntaria, sujetas a ciertas normas, como ocurría en España —ya se dijo— con las beatas de Alcalá de Henares y las de San José de Madrid (DRA, 1791: 137-138). Más era una inclinación de mujeres que de varones, pero cuando algunos de éstos optaban por tal régimen de vivir, lo hacían en lugares retirados vistiendo modestos hábitos de modelo clerical, al igual que las beatas (DRA, 1791: 138). Entre ellas se veían semejantes y se sentían confraternas, por lo que se hermaneaban entre sí, tratándose una a otra con el epíteto de hermanas. Había conformidad y correspondencia, amistad y estrechez entre unas con otras, compañerismo, una amigabilidad austera. También designaban beatas a determinadas mujeres que portaban hábitos religiosos cumpliendo su servicio en salir fuera de sus albergues para llevar a cabo algunos cumplidos, es decir, entregar regalos enviados por decisión y a nombre de las comunidades religiosas a las cuales estaban agregadas, como sucedía en los monasterios reales de Las Descalzas y La Encarnación de Madrid (DRA, 1791: 138).
También daban este patronímico de beatas a las mujeres que con vestiduras religiosas recorrían las calles pidiendo limosnas en las casas, en nombre de algunos monasterios de religiosas franciscanas (DRA, 1791: 138).Beaterio, en consecuencia, configuraba la vivienda donde moraban las beatas, conformando comunidad y observando algunas reglas. Beatería, en cambio, es la voz que usaban en sentido irónico para denotar la acción de afectada virtud (DRA, 1791: 137-138). Aparte de los criterios explicados, también nombraban beata a la mujer que frecuentaba mucho los templos y se dedicaba a toda clase de devociones, a veces con menoscabo de sus deberes domésticos. Peyorativamente, asimismo, las calificaban de mojigatas y gazmoñas, la beatería constituía la devoción simulada, fingida, hipócrita, o sea, aparentar lo que no se tiene (Domínguez, 1853, I: 247).
En los dominios del imperio español siempre fue necesario que su funcionamiento estuviera aprobado por el obispado e inspeccionado por la Orden religiosa cuyo convento funcionara en el centro urbano mismo, o en el lugar más cercano del beaterio. La característica de las fachadas de estas residencias oficialmente permitidas es que, de manera invariable, en una hornacina acondicionada en la parte superior de sus portadas, colocaban una cruz de piedra, o cedro, para ser fácilmente reconocidas.
En este sentido la beata común, que acabamos de ver, no tenía nada de parecido con la categoría de Beata extraordinaria que el Tribunal de Ritos de la Santa Sede concedía y concede a féminas seleccionadas por su vida llena de bondades heroicas y de admirable fe cristiana y católica. Son las bienaventuradas siervas de Dios que gozan de la eterna confianza divina; por lo que son beatificadas por el sumo pontífice, el que las declara aptas para recibir culto de dulía (reverencia dada a los santos), como mediadoras o intercesoras o abogadas entre Cristo y los fieles o devotos acogidos a su favor. Nombrar beato o Beata a alguna persona generalmente es para canonizarlo después (Domínguez, 1853, I: 247), es decir, declararlos santos, tener efigies en altares de iglesias, templos, santuarios, capillas y ermitas para ser venerados con novenarios, misas y procesiones.
Los fieles externos podían crear y tener en funcionamiento hermandades o cofradías, instituciones para vigilar las rentas donadas por los devotos para mantener el culto a definidas imágenes de Cristo, de la Virgen y Santos existentes del catolicismo; por igual para ejercitarse en obras de fervor y contemplación, incluso de ayuda a los hermanos cofrades necesitados. Para el funcionamiento de cofradías, los afectos gestionaban la autorización del obispo (DRA, 1791: 228). En esta materialidad, en las ciudades, villas y pueblos podían coexistir beaterios y cofradías.
Beaterios de mujeres indígenas
En el Perú, así en la costa como en la sierra, al ser propagado el culto católico, se generó ante la iglesia la separación entre españoles e indígenas. Con los primeros no hubo problemas, ya que en sus propios hogares comenzaba la catequización, para consumarla con la enseñanza impartida en los colegios mayores, seminarios y universidades, además de los sermones en los templos. El cuestionamiento surgió al lidiar con los indígenas o hatunrunas, cuya cultura material y espiritual era intensa y compleja, sobre todo politeístas y panteístas, comportamiento que coadyuvó para admitir a las nuevas divinidades y santos introducidos por los misioneros hispanos; bien que lo que éstos apetecían es constreñirles a aceptar el monoteísmo de los cristianos. La táctica para ganarlos al cristianismo consistió en comenzar con las prédicas hacia los niños hijos de curacas, sobre todo para los que iban a suceder a sus padres en la administración de los ayllus y curacazgos o etnias en general. La idea prevaleciente del sacerdocio hispano era que los habitantes de los ayllus acataban y obedecían a sus curacas. Entonces, con la evangelización de éstos, la de los runas o campesinos y pueblerinos sería más ejecutable que cualquier otro método. Aunque este sistema de trabajo proselitista no resultó practicable para brindar excelentes rendimientos, ya que los mismos curacas resultaron reacios a abandonar sus supersticiones, sí logró la Iglesia su cometido, pues —al fin y al cabo— en el propio siglo XVI la clase social curacal ya estaba cristianizada gracias a que las Órdenes religiosas encargadas de su evangelización, pusieron tanto cuidado en ellos que hasta instalaron escuelas para los hijos de curacas en las inmediaciones de sus parroquias o doctrinas. Claro que eso no sucedía con los hatunrunas, quienes continuaron con sus cultos antiguos al lado de los ritos y ceremoniales introducidos por el clero conquistador, dando como fruto un profundo sincretismo y reinterpretación de mitos, leyendas, usos y costumbres. Lo sugestivo es que los hijos e hijas de muchos curacas ya convertidos, compelidos a ser enviados a las permanentes pláticas y exhortos de los evangelizadores, en las guayronas o ramadas aledañas a las «doctrinas de indios» (iglesias parroquiales), acabaron admirando a la religión católica, despertando vocaciones religiosas para seguir la carrera eclesiástica. Los niños y adolescentes varones, retoños de curacas, satisfacían su atractivo convirtiéndose en monaguillos y participando en los coros u orfeones de música y canto sagrado en los templos levantados en los pueblos o reducciones. Por ejemplo, fue célebre el orfeón de la doctrina de San Antonio en Cajamarca (Vásquez de Espinosa, 1630: N° 1185). La alta clase social integrada por los curacas se sentía feliz de participar en procesiones, primordialmente en la de Corpus Christi, donde exhibían sus parafernalias y emblemas nativos con bastante orgullo, no solo en el Cusco sino en todas las ciudades, villas y pueblos del Virreinato, como lo demuestran los lienzos del siglo XVII exhibidos en el Museo de Arte Eclesiástico de la ex cabecera del Tahuantinsuyo. Pero la nobleza andina quería algo más. La dificultad para que el indígena —hombres y mujeres— siguiera la profesión religiosa era, precisamente, su condición de indígena. Los conventos y monasterios a cargo de españoles no les abrían sus puertas para su ingreso, salvo para que se desempeñaran como criados y sirvientes, como sucedía igualmente con los negros, mulatos y ciertos mestizos. Ante objetividad tal palpable entre las indígenas nobles del Cusco, Lima y otras provincias surgió la idea de crear beaterios exclusivos para ellas con los requisitos ya enunciados. Concretamente, la sociedad se desenvolvía escindida por un profundo abismo de desigualdades raciales y sociales.
La Virgen de Copacabana
En la antepenúltima década del XVI, don Francisco Tito Yupanqui, un orejón perteneciente al ayllu real de Sucso-Panaca, descendiente del sapainca Huiracocha, educado por el clero secular residente en Copacabana, una península localizada en el suroeste del lago Titicaca, hizo patente su convicción cristiana. Hasta elaboró una efigie de la Virgen de la Candelaria utilizando maguey y otros implementos, para entronizarla en la iglesia existente en su pueblo natal. Desde su origen la titularon Nuestra Señora de Copacabana. Trabajo le costó la larga gestión y trámite para persuadir al prelado de La Plata con el objetivo de que reconociera su obra y permitiese su colocación en un altar de la iglesia de Santa Ana levantado en el citado pueblo de Copacabana. Una vez culminado su deseo, se dio comienzo a una religiosidad singular: la población autóctona la reinterpretó como la encarnación de la Mamapacha («Madre Tierra»): la protectora de la agricultura y otras actividades andinas. Su prestigio creció con fama de hacer milagros a quienes pedían su intermediación con buena fe. La reputación de la escultura se difundió por todo el Virreinato, en ciudades y pueblos le prodigaron calurosa acogida, colocando su figura en altares especialmente hechos para ella. Como es entendible también abarcó Lima, donde fue la atracción preferencial de los naturales, por tener su origen en Copacabana, una reducción del altiplano del Collao, y por ser una pieza artesanal modelada por las manos de un inca de sangre (Ramos Gavilán, 1621: 2da Parte).
En la capital del Virreinato, su culto principió en 1591, cuando el puesto de arzobispo lo ejercía don Toribio de Mogrovejo, justo cuando esta ciudad ardía en controversias suscitadas por este mitrado para definir su competencia sobre los indígenas del barrio y hospital de San Lázaro, en la otra banda del río Rímac, obligados a mudarse al pueblo de Santiago del Cercado, bajo la égida de los jesuitas. Precisamente durante el traslado de los indígenas de San Lázaro, éstos condujeron consigo a la estatua de su devoción: la Virgen de Copacabana, a una sencilla ermita erguida en el sitio que les cupo en el llamado pueblo del Cercado, un vecindario que servía para dar asiento a los indígenas forasteros que llegaban a Lima a cumplir sus mitas de plaza y hacer otros trámites. Allí pusieron su efigie, que fue frecuentada de preferencia por indígenas, hasta que en una mañana encontraron destechada la humilde construcción y expuesto el citado bulto a la intemperie. Los indígenas se alborotaron por hallar indicios que brazos de gente impía había ocasionado tan temerario sacrilegio. En desagravio el arzobispo dispuso que en los demás templos de la ciudad le hicieran rogativas, mientras el provisor conduciría la imagen en solemne procesión de penitencia desde la derruida ermita hasta la iglesia catedral. Cuando los fieles se preparaban a dar cumplimiento a dicho mandato, la emoción, sugestión y alucinación de la gente devota notó que dicha efigie y la del Niño que sostenía en uno de sus brazos, exudaban un copioso y misterioso líquido cual «rocío de la aurora y lágrimas del sol» (Montalvo, 1663: 324). Fue en tanta cantidad que la recogieron en diversos cálices. Los ciegos, tullidos, mancos y cuanto discapacitado andaba por ahí tuvieron la suerte de alcanzar alguna gota del preciado néctar y experimentaron saludables efectos. La credulidad del pueblo halló motivos para llevar a cabo procesiones y fiestas para celebrar tan extraño acontecimiento. El arzobispo, interesado en trasladar la citada imagen a la catedral, donde debía estar bien conservada, vio satisfechas sus proposiciones. Para el sostenimiento de su culto se instauró una Hermandad o Cofradía de Indígenas con un capellán independiente de los curas del sagrario. Todo lo cual consta en un auto expedido por el mismo don Toribio de Mogrovejo el 15 de enero de 1592, a favor del maestro Alonso de Huerta, que por ese momento era el capellán (García Irigoyen, 1909, I: 34). El arzobispo en mención hizo labrarle en la catedral una decente capilla adornada con un valioso retablo, en la que colocaron convenientemente a la imagen entre múltiples ornamentos y valiosas lámparas de plata bruñida. La situaron al fondo de la nave derecha de la antigua catedral, donde ahora está la puerta denominada San Cristóbal, casi fuera del recinto del templo. En esa capilla distribuían las bulas antes de que el Tribunal de la Cruzada se estableciera en Lima (Montesinos, 1644, II: 172). En tan diminuta capilla fue expuesta por casi 15 años. En 1606, con el fin de proseguir la fábrica del nuevo monumento catedralicio y de perfeccionar su plano, acordaron derribar esa capilla. Pero antes de la demolición, el procurador general de los naturales, don Francisco Avendaño, protestó ante el cabildo y deán, en representación de los mayordomos y cofrades de Nuestra Señora de Copacabana; pidió la adjudicación de otra de las capillas del templo para continuar el culto que la cofradía de indios solía tributar a la indicada Virgen, celebrar sus cabildos y enterrar a sus muertos. Pero las autoridades catedralicias se negaron a otorgar dichas petitorias, pues el permiso solo era para depositar la efigie. El procurador citado se quejó de la negativa, reclamando la devolución del bulto de la Virgen de Copacabana con sus ornamentos, alhajas y bienes para llevarlos a la iglesia de San Lázaro, donde estuvo en su principio.
Tampoco tuvo efecto, ya que el cabildo catedralicio ni siquiera le respondió (Angulo, 1917: 325).En la sesión del 17 de junio de 1606, con la capilla ya derrumbada, los capitulares de la catedral volvieron a ocuparse del asunto a solicitud de los mayordomos de la referida cofradía de Nuestra Señora de Copacabana: Pedro de La Cruz y Miguel Sánchez de la Peaza. Estos solicitaron permiso para dar inicio a la reconstrucción de su capilla en un solar suficiente que tenían en el arrabal de San Lázaro. Para ello instaron la entrega de las maderas, puertas, rejas y demás despojos útiles que hubiesen quedado después de desmontada la capilla que ocupó en la catedral. Pero este recurso también fue denegado por la necesidad de consultarlo antes con la Real Audiencia, que gobernaba por fallecimiento del virrey Conde de Monterrey. Dejaron aclarado 1° que la fábrica de la futura capilla debía llevarse a efecto bajo la vigilancia de un miembro del cabildo catedralicio, y 2° que la augusta imagen siguiese donde estaba hasta terminar la capilla nueva; pero sí permitieron darles los materiales que solicitaron, comisión que la encomendaron al licenciado Bartolomé Menacho. Empero, lo cierto es que nada de esto se cumplió. En el entretanto la escultura de la Virgen de Copacabana siguió guardada «en la tabla del altar mayor» de la catedral (Angulo, 1917: 325-326).
Así permaneció hasta 1617, en que se debatió y arribó a la conclusión que se la debía extraer y transportar al otro lado del puente de piedra, recién construido, es decir, al ámbito de Rímac, donde poseería su propio templo. Por entonces al aludido santuario, los españoles de Lima no de daban importancia, por tratarse de cosa de indios. En sus comienzos siguió como una ermita de pobre construcción aunque de buen tamaño, con un clérigo a su cargo para celebrar misas diarias, el mismo que vivía en un recinto contiguo (Cobo, 1639: 325). Toda la estructura fue levantada con limosnas proveídas por los indígenas, lo que fue admitido por el arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero (León Pinelo, 1653: 120). Tal realidad sirvió de pretexto para que el Cabildo Eclesiástico Metropolitano retuviera la talla de la Virgen, alegó que la ermita en el barrio de San Lázaro no reunía las condiciones para rendirle culto. La negativa dio origen a un diferendo expuesto en un voluminoso expediente seguido con tenacidad por una y otra parte. Solo acabó cuando una comisión del enunciado cabildo declaró a la ermita lo suficientemente aderezada para rendirle allí adoración a la Virgen de Copacabana, e incluso funcionar con decencia su cofradía. Después de este dictamen se hicieron los preparativos para la procesión que tuvo lugar el 18 de diciembre de 1633, cuando ejercía el cargo de virrey el Conde de Chinchón y de arzobispo don Fernando Arias de Ugarte. A partir de aquella data quedó establecida una peregrinación anual a dicha ermita (León Pinelo, 1653: 120).
Como se advierte, los indígenas tuvieron que luchar casi 30 años para recuperar su Virgen y establecer los fueros de su cofradía. Advertidos con tan amarga experiencia, en prevención de algún inopinado despojo, se dirigieron a la corte de
Madrid demandando la aprobación de la cofradía de Nuestra Señora de Copacabana y de su enorme capilla en la alameda de Los Descalzos. Merced a la perseverancia y constancia, la real cédula fue firmada el 28 de enero de 1678 (Angulo, 1917: 327).
El beaterio de indias nobles
Todo eso coincidía con los tenaces reclamos y debates apertrechados con palabras, escritos e invocando leyes humanas y divinas en la última década del siglo XVII, hasta que el soberano español firmó la célebre «cédula de los honores». Allí concedió privilegios espectaculares a los indígenas nobles del Virreinato peruano. Entre ellos uno para que pudiesen ingresar sin cortapisas a seminarios, colegios mayores y universidades. No fue fácil su cumplimiento, pues la aristocracia española y criolla no podía esconder su descontento de mezclarse con los naturales del espacio andino, aun fueran descendientes de incas y de ilustres curacas. El virrey de entonces, si bien la acató no pudo hacer más ante la prepotencia y dureza de la clase dominante. De todas maneras germinó la idea de establecer un beaterio de indias nobles, anexo a la iglesia de Nuestra Señora de Copacabana. Tal inquietud emergió en el año de 1691, aunque la real cédula fue expedida en Madrid 13 años antes, el 28 de enero de 1678. Para abastecer de los fondos urgentes que exigían las labores, se ofreció voluntariamente el capitán don Francisco de Escobar y Rosa, natural de Lambayeque y vecino de Lima. Con sus caudales, en persona emprendió lleno de ánimo la construcción del edificio (en el mismo lugar donde existe hasta hoy). Con su peculio costeó los claustros, celdas, dormitorios, coro, portería y otras oficinas. Acabó en un edificio sólido y capaz, mejor que un monasterio (Angulo, 1917: 327-328).
El 25 de diciembre de 1691, con solemnidad y pompa, se escribió el documento de entrega de este edificio dedicado a las doncellas y adultas de la nobleza indígena del Virreinato. Fue un ceremonial magnífico, acostumbrado a ser desplegado y ostentado únicamente en la ciudad de Lima en sus eximias fundaciones monacales. Hubo procesiones, prolongados repiques en integridad de los campanarios de la ciudad, estruendos de cohetería y fuegos artificiales, concurrencia de la totalidad de las cofradías con sus pendones y andas portando encima las efigies de sus santos patrones; se escucharon las voces de los más elocuentes oradores culteranos o barrocos de la décimo sexta centuria. Estuvo presente el virrey Conde de la Monclava, el arzobispo Melchor de Liñán y Cisneros acompañado de su deán y cabildo eclesiástico. Fue una fiesta de extraordinaria solemnidad, una de las más memorables en los anales religiosos de Lima, nunca antes ni después vistos en el populoso barrio de San Lázaro (AAL. Relación y erección.1691-1692[...]. Prosiguieron los novenarios, procesiones y festividades con derroche de fe y alegría por parte de la población nativa de Lima y de otros que con frecuencia llegaban a Lima a trabajar y realizar distintos menesteres (Fuentes, 1858: 479).
Las primiciales cuatro hermanas de este beaterio fueron otras tantas jóvenes; una quinta, doña Francisca Ignacia Carvajal Manchipula, fue la primera prelada o abadesa del beaterio, por lo que las cinco se arroparon con los hábitos de San Francisco de Asís (Fuentes, 1858: 479). La citada superiora era hija de don Pedro Carvajal Manchipula, cacique y gobernador de los naturales del puerto del Callao, y de doña Isabel Quipán, india noble de aquel apostadero. Doña Francisca estuvo casada con don Juan de la Cruz, de quien no tuvo descendencia; cuando se metió y recogió al beaterio en 1691, le hizo donación de la integridad de sus bienes, ante el escribano Tomás Ortiz de Castro. Falleció en 28 de junio de 1693 (Carlos A. Romero: Lima prehispánica. Citado por Angulo, 1917: 328).
Ulteriormente de tanto desvelo, lo único que pudieron conseguir fue su reconocimiento por la corte de Madrid, mediante la real cédula del 28 de enero de 1696, la que derivó en diferentes provisiones del virrey y edictos del arzobispo con el fin de dar consistencia al establecimiento de un beaterio de indias nobles del Perú bajo la advocación de Nuestra Señora de Copacabana, un establecimiento destinado exclusivamente por sus fundadores a la educación de niñas indígenas, naturaleza que la conservó hasta bien avanzado el siglo XIX (Fuentes, 1858: 479).
Les enseñaban a leer, escribir, algo de aritmética y mucho de oraciones y cantos místicos. Desde luego que, en este ambiente, las más entusiastas eran las muchachas, a diferencia de las ya maduras en edad, entre quienes no despertaba tanto frenesí.
Aspiraciones frustradas
Años más tarde, en el lapso en que la nobleza indígena seguía bregando para conseguir algunos derechos más que lo equipararan a los españoles, en 1733, era abadesa de este recogimiento la madre Sor Catalina de Jesús Huamán-Capac, natural el pueblo de Yungay, en la provincia de Huaylas, pertenecía al linaje de los antiguos curacas de aquella reducción. Se afilió al beaterio de Copacabana a los 23 años de edad, junto con su madre doña Rosa Florencia de Córdoba. Ambas vistieron el hábito de beatas en un mismo día. La madre Huamán-Capac concibió el proyecto de elevarlo de categoría y convertirlo en monasterio para que las beatas dejaran de ser tales y pudieran portar velo negro con el abandono de las simples tocas de beatas, excluidas de la alta jerarquía monacal; apetecían ser llamadas madres, aspiración que las tenía sumamente obsesionadas. Se valió de cuantos medios pudo para alcanzar su intento.
Con tal finalidad redactó y despachó a la Corte de Madrid un corpulento expediente bien organizado. El Rey lo derivó al Consejo de Indias para que dictaminara de conformidad a lo dispuesto por la legislación vigente. El obstáculo mayor se presentó cuando el Consejo de Indias le exigió una renta suficiente para que pudiera mantenerse con decencia la comunidad enclaustrada y en vida común. Deplorablemente dicho ingreso apenas llegaba a 200 pesos anuales, suma imposible para sustentar con cierta holgura a las venideras monjas andinas de velo negro.
Por lo tanto, tan loables ideales e intenciones de la mencionada beata quedaron paralizados. Como retornó a clamar, aquel tribunal supremo volvió a denegar la apelación de la «abadesa» Huamán-Capac bajo el reiterativo argumento de que sus rentas eran demasiado exiguas, insuficientes para mantener con pulcritud a una comunidad en vida común y en rígida clausura. Realmente, por esa temporada —como ya se anotó— las cuentas del beaterio no pasaban de 200 pesos anuales.
Con todo, la frustración no arredró a la madre Catalina de Jesús Huamán-Capac, seguía con el impulso de llevar adelante su piadoso proyecto, confiaba en la ayuda humana y la del cielo, por eso, de acuerdo con sus prelados y acompañada de un respetable sacerdote, optó por caminar por el sur del Perú para colectar limosnas para la acariciada transformación de su beaterio en monasterio. Decidida como estaba en su peregrinación desde Lima al pueblo y santuario de Copacabana, a orillas del lago Titicaca, y también hasta la ciudad de La Paz, para solicitar limosnas con la finalidad de colectar la suma requerida.
Corría el año de 1746, fecha aciaga para los pobladores de Lima y Callao, aplastados por un cataclismo y maremoto que destruyeron cuanto pudieron. En lo atingente a la cofradía de Nuestra Señora de Copacabana, que ya disfrutaba de aceptables utilidades y remuneraciones inherentes a un modesto beaterio, emprendió la reedificación de su templo para restituir el culto a su antiguo esplendor, restablecer las devotas romerías que, desde mucho antes, la clase social marginada de la ciudad solía hacer a Copacabana en memoria del sudor prodigioso ocurrido en los días del arzobispo Mogrovejo.
Mucho tuvo que sufrir y esperar para que contadas personas piadosas se conmovieran ante la actitud de la hermana Catalina; la socorrieron con óbolos hasta juntar la cantidad necesaria para establecer un Patronato con el objetivo de poder llevar a cabo su abnegada acción.
La madre Huamán-Capac, es evidente, anduvo por las ciudades andinas del Perú meridional, interesando a los fieles en su comprensivo objetivo. Embolsó más que regulares limosnas, pero jamás tantas como necesitaba. Infelizmente entre ida y regreso, escasamente pudo conseguir 4000 pesos, cantidad corta para el objetivo que se proponía llevar a cabo para la vehemente transformación del beaterio a monasterio de severa clausura.
Realidad indicadora de la muy tenue - importancia que la gente de clase alta daba a su plan esbozado. No cabe duda que seguían aflorando con fuerza los prejuicios de casta, tan vigorosos en el ciclo colonial, aún en la situación de ser mujeres de la nobleza inca y curacal las que clamaban colaboración.
Regresó en 1753. La masa plebeya de Lima admiró la inquebrantable constancia de esta fuerte mujer de la nobleza indígena. Fue entonces que se acercaron en su ayuda varias familias con cuotas que, aunadas a la de los patronatos, legados y obras pías fundados en esta coyuntura a beneficio del beaterio, pronto la madre Huamán-Capac se vio en posesión de un congruente caudal capaz de ponerla en posición de renovar sus antiguos propósitos ante el Consejo de Indias. Para colmo, le asaltó un mal letal cuando ya veía que sus ideales se aproximaban al triunfo con los fondos suficientes para la empresa por la que tanto trabajaba (Fuentes, 1855: 479). Todo quedó detenido por su fallecimiento el 25 de julio de 1774, cuando su anhelado proyecto estaba a punto de ser alcanzado. Fue sepultada en el coro bajo de la iglesia, junto a las gradas de la reja (Angulo, 1917: 328-329).
Disimulable declinación
De mediados del siglo XVIII, enseguida del terremoto como ya fue explicitado, data la fábrica de la flamante iglesia de adobes, quincha y muros de piedra en las paredes y pilares cruciales, que han podido subsistir prácticamente hasta hoy. Es una de las mejores arquitecturas del distrito del Rímac, con sus 40 varas de largo y 12 de ancho. Su bien dispuesta planta afecta la forma de una cruz latina, en cuyo centro o punto de intersección se levanta una cúpula de crucería, coronada con su correspondiente farola de cedro. A lo largo de las robustas paredes de la nave se abren cuatro capillas con hornacinas que dan cabida a otros tantos altares de diversos estilos, bien que sus exteriores no son nada atractivos, más exhiben moderación e insignificancia.
Las preladas que le sucedieron a la madre Huamán-Capac en la administración del beaterio no mostraron preocupación, al parecer los prejuicios raciales y sociales reinantes paralizó la iniciativa. Dejaron de reclamar y pedir ayuda. Los lustros que se sucedieron fueron calamitosos al extremo que sus ingresos cayeron en estado deplorable. Los arriendos que recibían por adelantado de sus fincas entregadas a legítimos postores, eran consumidos de inmediato. Las deudas aumentaban con el sistema de censos o hipotecas que gozaban diferentes personas a costa de las propiedades del beaterio. De ahí que éste devino en estado anémico y casi agónico en las postrimerías del siglo XVIII y primeras décadas del XIX (Fuentes, 1858: 479).
Por otro lado, la ermita de Copacabana, en El Cercado, quedó libre. Con el correr del tiempo la adaptaron como templo del asilo del Buen Pastor, a cargo de una Orden religiosa femenina (Angulo, 1917: 322).
Recuperación económica del beaterio
Su condición menesterosa fue superada en 1855, año en que su abadesa, valiéndose de unos y otros artilugios, con la cooperación de su hermano político don José Palma, pudo proceder a la refacción e inclusive fabricar nuevos muros que, por lo mal diseñado, pronto comenzaron a rajarse. Reorganizó las fincas hasta colocarlas en estado de rendir mayores réditos. Lo más destacado de su gestión fue poner punto final al déficit, obteniendo un superávit con lo que acabó de cancelar las deudas pendientes a los censualistas, a los cuales aún les debían montos cuantiosos (Fuentes, 1858: 479-450).
Bienes del beaterio de Copacabana
El beaterio de Nuestra Señora de Copacabana vuelto a la plena tranquilidad, pudo reordenar su funcionamiento. Tenía su iglesia, fiestas religiosas, entradas y gastos, número de beatas, personal de servicio con sus sueldos y otros egresos extraordinarios, que vamos a especificar. Primeramente su iglesia, como ya se dijo, tenía un largo de 40 varas y un ancho de 12.
Altares e imágenes
1° El mayor dedicado a la Virgen de Copacabana. 2° La Purísima. 3° Santa Rosa.
4° Nuestra Señora de Guadalupe. 5° San Marcelo. 6° San Cristóbal. 7° La Ascensión del Señor. 8° El Señor de la Columna. Y 9° el Señor de los Auxilios. La mayoría de bultos de excelente manufactura.
Lienzos
También hay que considerar en este rubro los numerosos lienzos de contenido religioso y otros de los retratos de sus abadesas, hijas de curacas importantes. Hay uno muy famoso del siglo XVIII, que representa los desposorios de doña Beatriz Clara Coya, hija de Sairy Tupac y de Cusi Huarcay, con don Martín García Oñaz de Loyola, caballero de Calatrava y descendiente de una de las prosapias más nobles de Vizcaya. Simboliza la alianza de la estirpe imperial Inca con la poderosa aristocracia española; personifica, además, la identidad nacional de los incas y curacas de la era virreinal peruana. Todavía se conserva muy bien, perfectamente restaurado. Ha sido reproducido en libros de historia del arte peruano e hispanoamericano.
Festividades
Las festividades religiosas celebradas en dicho templo estaban divididas en tres que corrían a cargo del propio beaterio, y en otras cinco bajo la responsabilidad de las Hermandades. Las primeras correspondían al Corpus Christi y su octavario, la Quincena de la Virgen y novena de la titular: Nuestra Señora de Copacabana. Por la Hermandad celebraban la novena con fiesta y misas de la Ascensión; Semana Santa; distribución nocturna diaria; misas sabatinas; fiesta solemne de la titular: la Virgen de Copacabana (Fuentes, 1858: 480).
Ingresos
En cuanto a rentas, producidas por arrendamientos y fincas, ascendía a 4.688 pesos.
Egresos
Sus gastos consistían en las siguientes cifras:
1°Mesada a la superiora: 360 pesos.
2°A cuatro madres, a 18 pesos al mes: 864 pesos.
3°A nueve hermanas a 16 pesos cada una al mes: 1.728 pesos.
4°Dos aspirantes a 8 pesos al mes: 192 pesos.
Total: 3.144 pesos.
5°Gratificaciones:
Propinas a la comunidad, dos veces al año: 64 pesos.
6°Culto:
Cera para todo el año: 560 pesos.
Sueldo del capellán: 360 pesos.
Gastos en las fiestas: 400 pesos.
Gastos en los ejercicios espirituales anuales: 1000 pesos.
Música: 34 pesos.
Hostias, vino y otras cosas de sacristía, 10 pesos al mes: 120 pesos.
Total:1.574 pesos al año.
7°Sueldos de empleados externos:
Abogado: 100 pesos y al procurador 50: ...150 pesos al mes.
Agente de pleitos: 40 pesos.
Cobrador de 20 pesos al mes: 240 pesos.
Total:430 pesos.
8° Sueldos de empleados internos y sirvientes:
Organista, a 12 pesos al mes: 144.
Fuellero, a 4 pesos al mes: 48
Sacristán, a 6 pesos al mes 72.
Dos sacristanes seglares, a 6 pesos cada uno: 144.
Mandadera, a 8 pesos al mes: 96.
Campanera, a 6 pesos cada mes: 72.
Barredora, a 6 pesos por mes: 72.
Ayudanta de enfermería, a 6 pesos por mes: 72.
Lavandería de sacristía, 8 pesos al mes: 96.
Total: 816 pesos.
(Campanera: mujer que repica las campanas en las torres).
9°Otros gastos ordinarios y extraordinarios:
Alumbrado interior, 5 pesos al mes: 60.
Alumbrado exterior y serenazgo, 2 pesos 4 reales al mes: 30.
Total 90 pesos.
(Serenazgo: vigilante nocturno de exterior del beaterio).
10°Pensiones:
Mesadas: 3.144
Gratificaciones: 64
Culto: 1.574
Sueldos de empleados externos: 430
Ídem de internos y sirvientes: 816
Gastos extraordinarios: 90
Total:
6.118 pesos.
11°Balance:
Rentas: 4.688
Gastos: 6.118
Déficit: 1.430 pesos.
12°Personal del beaterio: 1 superiora; 12 beatas; 32 educandas; 12 seglares; 6 sirvientas.
Total: 63 personas.
13°Personal de servicio en la iglesia:
1 capellán; 3 sacristanes; 1 organistas; 1 fuellero
Total: 13 personas.
(
Fuellero: el que maneja el fuelle, balanceando su cuerpo sobre éste, para producir el viento necesario para el funcionamiento del órgano musical del coro).
14°Resumen de los cuadros y fiestas: 9 altares; 1 Hermandad; 3 fiestas de tabla; 5 fiestas de particulares.
Total de fiestas: 8.
Ingresos: 4.868 pesos de arrendamientos. Total: 4.868.
Egresos: 00 de pensiones.
16°Mesadas y gratificaciones de las beatas:
4.404 pesos de mesadas; 64 en gratificaciones.
Total: 3.208.
17° Sueldos de empleados de iglesia:
Capellanes, 360 pesos.
Sacristanes, 216 pesos.
Organistas, 144 pesos.
Campaneras, 62 pesos.
Fuelleros, 48.
Barredoras, 72.
Lavanderas de sacristía, 96.
Total:
1.008.
18°Sueldos de sirvientes: 168 pesos.
19°Sueldos de empleados externos:
Abogados, 100
Procuradores, 50
Agentes de pleitos, 40
Cobradores, 240
Total: 430.
20°Culto:
500 pesos para fiestas; 680 para cera, vino y hostias;
Sermones: 34.
Total: 1.214 pesos.
21°Otros gastos ordinarios y extraordinarios:
30 pesos de serenazgo y alumbrado exterior.
5 pesos de alumbrado interior.
Total: 35 pesos.
(Fuente: Atanasio Fuentes, 1858: 480-485)
Desde la segunda mitad del XX, ya tiene la categoría de convento y monasterio con monjas de velo negro, regenta una escuela y colegio para niñas y adolescentes del mismo sexo, siempre bajo la égida de los franciscanos descalzos del Rímac. No ha perdido su carácter andino en lo que concierne a su personal que, estrictamente, no guarda clausura rígida.
Referencias bibliográficas
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Lima: Artes Gráficas – Tipografía Peruana S.A.