sábado, 19 de noviembre de 2022

CIPOLLETTI, Tomas: La vida del B. Fr. Juan Masías OP (Liga Sagrada, Cuzco 1949, pp. 271

El Autor fue un fraile dominico, Fr. Tomás Jacinto Cipolletti, de Offida, provincia de Lombardía, quien fue Provincial de Lombardía, en 1828, y Prior de la Minerva en 1834. Murió el 9 de julio de 1850.

Comienza la obra con unos permisos solicitados al provincial de la orden por la traducción del italiano al español, las cuales son concedidas y después sigue con la petición de las indulgencias por la lectura de la obra del santo y el permiso concedido por el entonces obispo de Arequipa, Manuel S. Ballón el cual concede por la lectura de la obra 40 días de indulgencia.

La obra tiene treinta y tres capítulos muy breves de los cuales treinta y uno son de la vida del santo y los siguientes lo que paso y aconteció después de su muerte y los milagros para la beatificación.

San Juan de Masías nació en Ribera del Fresno, diócesis de Badajoz, en la agreste Extremadura. Gobernaba España el rey Felipe II y la Santa Iglesia el Papa Gregorio XIII. Su familia era pobre, pero rica en bienes espirituales y dones de la gracia. Juan perdió a sus padres muy pronto. Él y su hermana fueron criados por un tío. En cuanto alcanzó la edad de la razón, se le confió el cuidado del rebaño de la casa. De espíritu metafísico, desde muy pequeño ocupó su tiempo en la oración y la meditación. Sus plegarias eran agradables a Dios. Un día se le apareció un niño de extraordinaria belleza y le dijo: "Soy Juan Evangelista. Dios te ha confiado a mi cuidado debido a tu piedad. No tengas miedo". El Evangelista también le dijo que un día el niño partiría hacia tierras remotas, donde se erigirían templos y altares en su honor.

Como Juan Masías ignoraba quién era san Juan Evangelista, este se le volvió a aparecer unos días después y lo transportó al cielo, indicándole que era su patria. Después siguió apareciéndose con frecuencia y conversando con él.

Entretenido con Dios y sus santos en una vida recogida, virtuosa, tranquila y placentera, transcurrieron sus primeros veinte años. En 1619, movido por un impulso interior, se dirigió a Jerez de la Frontera y luego a Sevilla, entonces la ciudad comercial más inquieta de España, de donde partían las grandes empresas hacia el Nuevo Mundo. Allí entró al servicio de un mercader que hacía negocios en América, y le acompañó en uno de sus viajes. Este duró 49 días, y el barco finalmente atracó en el puerto de Cartagena de Indias, en la actual Colombia. Allí el mercader, con el pretexto de que Juan no estaba lo suficientemente preparado para el trabajo, lo abandonó a su propia suerte.

¿Qué hacer? Al no tener otra ocupación que la de pastor, que no era muy común en América, Juan quedó "a la buena de Dios". Movido una vez más por un impulso interior, decidió ir a Lima, Ciudad de los Reyes. Recorrió así unas 900 leguas a pie o a lomo de mula atravesando interminables desiertos y pasando por increíbles penurias, hasta llegar a su destino tras cuatro meses y medio de viaje.

Juan Masías se dedicó entonces al trabajo en el campo en los alrededores de Lima durante dos años. El tiempo pasó, Juan estaba a punto de cumplir 36 años de edad y aún no había encontrado su vocación definitiva. Fue entonces cuando el cielo le inspiró ingresar en la Orden Dominicana como hermano lego.

En la capital del Virreinato del Perú había tantas vocaciones que existían dos conventos de dominicos —el de Santa María Magdalena y el de Nuestra Señora del Rosario—, ambos con un centenar de frailes. Juan Masías sería la gloria del primero, mientras que en el de la Virgen del Rosario ya brillaba san Martín de Porres por sus milagros.

En el noviciado, Juan fue un modelo de observancia. Juzgado digno de hacer la profesión solemne, esta tuvo lugar el 23 de enero de 1623. Entonces fue encargado de la portería del convento, a pesar de su propensión a la vida contemplativa. Durante veinte años ese fue el teatro de su ardiente caridad.

Muy pronto comenzó a seguir el camino de las mortificaciones y austeridades. Concedía a su cuerpo apenas lo absolutamente necesario para no morir. Se disciplinaba a diario, pasaba casi todas las noches en oración y llevaba pesados cilicios. Su celda era muy pobre: una tarima de madera cubierta con cuero de buey como cama, una silla rústica y un baúl. El único adorno de la habitación era un lienzo que representaba a Nuestra Señora de Belén.

La íntima unión de este hermano lego con Dios se manifestaba en hechos extraordinarios. Por ejemplo, en el momento de la elevación de la Sagrada Eucaristía durante la misa conventual, no necesitaba estar presente para adorar a Dios en la hostia, porque contemplaba milagrosamente desde la portería lo que ocurría en la iglesia, a pesar de los grandes muros intermedios.

Una noche, mientras la comunidad rezaba el oficio en el coro, el convento fue sacudido por un violento terremoto. Los religiosos corrieron al jardín del claustro, que se consideraba el lugar más seguro. Fray Juan también corría cuando una voz desde el altar de Nuestra Señora del Rosario le llamó por su nombre: "Fray Juan, fray Juan, ¿a dónde vas?". Respondió: "Señora, voy huyendo como los demás del rigor de vuestro Hijo Santísimo". La Virgen le dijo entonces: "Regresa y quédate tranquilo que aquí estoy yo". Volviendo al altar, fray Juan Masías imploró fervientemente a la Virgen para que tuviera piedad del pueblo cristiano. Inmediatamente el temblor se detuvo.

En otra ocasión, mientras rezaba ante el altar de la Virgen, oyó golpes que una mano invisible daba en el altar. Sobresaltado, vio entonces una figura rodeada de llamas que le dijo: "Soy fray Juan Sayago, que acabo de morir y necesito muchísimo de tus oraciones y auxilios; para que, satisfaciendo con ellos a la divina justicia, salga de estas penas expiatorias". Este fraile vivía en el convento del Santísimo Rosario, habiendo expirado a la misma hora en que se le apareció al santo. Algunos días después se le presentó de nuevo rodeado de luz, diciéndole que la Santísima Virgen lo había sacado del Purgatorio gracias a sus oraciones y penitencias. ¡A su muerte, san Juan Masías acabó confesando que había liberado a un millón cuatrocientas mil almas del Purgatorio!

Cierta noche, un novicio, impresionada por el cadáver de don Pedro de Castilla, que había sido enterrado esa mañana en el convento, fue a la iglesia a encender las velas para el oficio nocturno. Cuando llegó cerca del altar, se encontró con las sandalias de fray Juan. El santo estaba elevado del suelo, en éxtasis. Al no distinguir en la oscuridad qué pasaba, pensó que era el espectro del difunto que se le aparecía. Dando un grito, comenzó a correr, tropezó y cayó. Los religiosos acudieron en su ayuda y lo encontraron tirado en el suelo con el hábito en llamas debido a la vela que llevaba. Ni siquiera toda esta confusión fue capaz de sacar al santo de su éxtasis. El novicio enfermó gravemente y fue curado gracias a las oraciones de san Juan Masías.

A fin de socorrer al convento y a sus pobres, fray Juan Masías utilizaba un recurso eminentemente práctico: todos los días enviaba a un borrico cargado con dos grandes cestas por las calles de Lima para recoger limosnas, sin conductor ni guía. El animal desempeñaba esta tarea de forma ejemplar, acudiendo a los lugares a los que estaba acostumbrado. Cuando llegaba a la puerta de la tienda de comestibles o de la casa particular donde debía recibir la donación, se detenía y no se movía hasta que alguien ponía en la cesta el producto acordado. De este modo, el borrico atravesaba toda la ciudad. Como todos lo conocían, llenaban sus cestas de limosnas. Nadie se atrevía a coger nada porque el animal sabía defender las donaciones recibidas a mordiscos y coces.

Todos los días, a las cinco de la mañana, después del amanecer, san Juan Masías llevaba a la cocina los alimentos destinados para la comida de los pobres. Cuando le faltaba algo, salía a pedir la caridad hasta conseguirlo.

Luego, hacia el mediodía, comenzaba a distribuir la comida a los necesitados. Para los sacerdotes y otras personas empobrecidas, había un comedor reservado, donde el santo les servía arrodillado. A los pobres "vergonzosos" (en general personas de alto nivel social que habían caído en la miseria) les enviaba secretamente comida junto con algunas limosnas. Tampoco descuidaba a los enfermos, a los que, además de alimentos, enviaba medicinas. Su inmensa caridad se extendía a viudas, huérfanos y otros indigentes. A pesar de la creciente multitud de pobres, y de que el convento no era lo suficientemente rico como para satisfacer tantas demandas, la comida nunca faltaba, pues se incrementaba milagrosamente según las necesidades.

San Juan Masías dividía el rezo del santo rosario en tres partes: una por las almas del Purgatorio —que venían a menudo a pedir la limosna de sus oraciones—, otra por los religiosos del convento y la tercera por sus familiares.

Sin ninguna formación académica, no obstante, fray Juan de Masías poseía la verdadera sabiduría de Dios, siendo consultado por los principales personajes de la ciudad, entre ellos el virrey Pedro de Toledo y Leyva, Marqués de Mancera. Este último, en 1643, consagró los Reinos del Perú a la Virgen del Rosario, eligiéndola como Patrona y Protectora de estas tierras.

San Juan de Masías falleció el 18 de setiembre de 1645, a la edad de 60 años.

Kevin Cervantes Berroa

(Curso de Historia de la Iglesia del Perú. FRMC, 2022-2)