NUESTRO RECTOR P. CÉSAR BUENDÍA pronunció la conferencia UNA TEOLOGÍA
SANA PARA UNA SOCIEDAD SANA en el VIII Simposio Teológico denominado
"Teología y Sociedad: Reflexiones a la luz del pensamiento del Papa
Francisco" organizado por la Facultad de Teología Pontificia y Civil
de Lima, el pasado miércoles 25 de octubre.
El objetivo del evento ha sido promover las enseñanzas del sucesor de
Pedro y de ese modo contribuir a reflejar la luz del Evangelio en
medio de nuestra sociedad, acercar la Teología al mundo intelectual y
ayudar al compromiso de los laicos en el servicio de la sociedad,
frente a los ídolos contemporáneos denunciados por el Papa Francisco.
Fue inaugurado por S.E. el Cardenal Juan Luis Cipriani, quien valoró
la importancia de la próxima visita del Papa Francisco e instó a todos
los asistentes a prepararse doctrinal, espiritual y activamente para
el mismo. El P. Carlos Rosell, rector de la FTPCL, dio la bienvenida y
señaló la importancia del magisterio del Papa y la fuerza de su
mensaje para formarse bien y ser protagonistas eficientes de nuestra
sociedad.
Por su parte, el Dr. P. César Buendía, expuso con brillantez y
simpatía el pensamiento teológico cristiano -sano y santo- como la
mejor solución para enfrentar una sociedad enferma que si quiere sanar
necesita del único sano y santo, Cristo, tal como el Papa Francisco
nos presenta de modo tan sencillo y atractivo.
A continuación el texto completo de la ponencia que sólo pudo
pronunciar en parte en el simposio. Mil gracias
UNA IGLESIA SANA EN UNA SOCIEDAD SANA.
La sociedad siempre ha sido un reflejo del individuo, porque aunque lo
precede, también lo sigue.
Y el individuo (inútil resulta convencerme de lo contrario) hereda el
pecado original, y muchas veces lo fomenta. Tan es así que la Iglesia,
que no ha podido explicar este fenómeno, siguiendo al Pueblo de
Israel, que se lo plantea igual, cree en un pecado de origen, y, por
eso, entiende que el mal procede de un pecado histórico. El mal
procede del hombre. Y ello lo confiesa para evitar caer o en el
maniqueísmo de un dios malo, o bien en la antigua religión de
Babilonia (el mundo y el hombre son fragmentos diabólicos de la diosa
del mal, Tiamat), o bien en el absurdo de culpar a Dios.
Pero voy a evitar seguir por este camino. Quisiera comparar el pecado
original, todo pecado, con la comparación bíblica de la enfermedad, de
la lepra.
En realidad todo el antiguo Testamento ve que el mal, y por tanto la
enfermedad, por ser también un mal, debe proceder del pecado humano. Y
no se equivoca. Jesús mismo lo da a entender en Juan 5,14, cuando dice
al paralítico de Betesda: "no peques más, no te suceda algo peor". ¿Es
que Dios habla al ser humano a través de la enfermedad? Sí. ¿Y por qué
el ciego de nacimiento de Juan 9, 1-7 no está ciego por su pecado? Las
afirmaciones bíblicas no suelen ser absolutas. El pecado de Adán es
fuente de males. Pero el Señor los permite para bien.
En fin, en general, la enfermedad, en la Biblia, es una metáfora del
pecado. Por tanto, la salud lo es de la santidad.
Y vayamos a nuestro tema. Se habla de Iglesia sana y de sociedad sana.
¿Qué es lo sano?
Es lo que no ha sido contaminado por la enfermedad del pecado. Si la
enfermedad es un símbolo del pecado, estar sano es un símbolo de su
ausencia.
Y ¿es cierto que es posible en este mundo, ya independientemente de la
misma enfermedad física o de otros males físicos, una Iglesia sana en
una sociedad sana? ¿es posible una Iglesia santa? ¿Corresponde esto a
la revelación?
Cristo es la cabeza del cuerpo de la Iglesia (Ef 1,22-23; Col 1,18; Ef
5, 23-24).
La doctrina de la gracia en San Pablo indica con toda propiedad que
hay una transmisión de santidad de la cabeza al cuerpo, y que, por
tanto, la unidad de la Iglesia es la condición de dicha transmisión.
Ello aparece especialmente en Romanos 5, 12-21.
El objetivo de Pablo, en este caso, no es indicar que el pecado
proviene de una cabeza, Adán , sino que la salvación, la gracia,
proviene de una cabeza, Cristo. Si lo de Adán, que no se duda, fue
posible, es mucho más real lo segundo. Porque no hay comparación entre
Adán y Cristo. Adán es hombre y Cristo Dios. La divinidad de Cristo es
la condición de la radical capitalidad de Cristo. San Pablo defiende
constantemente, con San Juan, dicha divinidad (Flp 2, 6.11).
Así la santidad de la Iglesia procede de su Cabeza. Podemos ahora
contestar que, en el pensamiento de Pablo, la unión de la Cabeza con
el Cuerpo no es una simple unión social o una unión de voluntades, es
decir, extrínseca, aunque debe ser voluntaria por ambas partes. Pero
no se queda en ello. La unidad del Cuerpo con la Cabeza es semejante a
la unión de un ser vivo, es una unión tan profunda e intrínseca que la
vida de uno depende de la otra. La santidad de la Iglesia, es decir,
su profunda curación, depende de su unión con Jesucristo, unión
inseparable de la que depende la misma vida de la Iglesia y de sus
miembros.
No puede, pues, haber una Iglesia sana sin su Cabeza, porque la
santidad procede de la unión con Cristo y con su Padre. De la Cabeza
viene el Espíritu. El Espíritu cambia la Iglesia.
Ese hecho se dio para siempre en el perdón de la cruz y en el envío
del Espíritu que anima la misma Iglesia.
Pablo cree en el enorme poder de Dios. Predica creyendo en que Dios le
precede. Predica sin miedo. Tal confianza no sólo aparece en sus
cartas, se transmite constantemente en el libro de los Hechos.
¿Da la impresión, desde este presupuesto, que somos simplemente un
objeto o una víctima de fuerzas superiores? En parte es cierto, pero
también en parte falso.
La diferencia entre el Adán anterior y posterior al pecado no es el
pecado en sí, sino el protagonista de la historia. Antes del pecado es
Dios, pero con el hombre, Dios como creador de la libertad y el hombre
como usufructuario de la misma . Después, el diablo es el
protagonista.
Pero en medio está un intento de Adán, es decir, del hombre, por
apartar a Dios de su vida, por ser el único protagonista, por usurpar
el lugar de Dios. La diferencia es que antes Adán es libre antes de
pecar, y por eso peca. Después es esclavo, y por eso no puede dejar de
pecar. Buscó una libertad sin Dios y contradijo su propio ser de
criatura. Alejado de Dios se volvió nada.
Porque ya no fue protagonista de nada. Porque, desde luego, el pecado
esclaviza y logra, gracias a Dios, esa impresión: la de ser un
esclavo.
El ser humano en pecado está contra su propia verdad, contra la
justicia, contra la gratitud debida a Dios, contra el amor recibido…
y, sin embargo, a pesar de ver que está así, no puede salir de ahí. No
puede ser libre
Por eso la redención, como la puerta de un calabozo, se abre desde
fuera. La abre Dios. Pero si el hombre peca por querer ser el único
protagonista de su historia, siendo realmente, sin embargo, el diablo,
pues por él es tentado, la puerta, ya abierta por Dios, con el
arrepentimiento del hombre, se vuelve a cerrar cuando el hombre vuelve
a pretender, con la puerta abierta ya, ser el único protagonista de la
propia historia. Y la historia se repite. Así nos pasamos la vida
siendo liberados y volviendo a la basura de la que hemos salido.
Es necesario no volver a ser encarcelados.
Y eso sólo se consigue con buena memoria. Es necesario bendecir al que
te liberó y agradecer lo que hizo el Señor para no volver a las
andadas. Eso se llama oración. La puerta debe estar, pues,
permanentemente abierta, por la oración y por el sacramento, al que
constantemente nos llama el verdadero Pastor que busca a la oveja
perdida, el Señor. En cuanto a la inteligencia, es la fe; en cuanto a
la voluntad es la caridad y en cuanto a la memoria del futuro la
esperanza. Las tres, sin embargo, no obra del hombre sino de Dios,
pues las tres son gracia.
Así, el pecado, el diablo y el infierno, que nos han engañado, que no
son deseados por nosotros directamente, sin embargo, sin la redención
de Cristo, serían nuestra única perspectiva. Pero el Pastor sabe que
hemos sido engañados.
Cristo ha venido a desenmascarar al diablo. Con su Palabra. A
vencerlo. Con su obediencia y su mansedumbre. A desterrarlo, con su
resurrección y su Espíritu. Pero el ser humano, atraído por el amor de
Cristo, manifestado en su cruz, debe pedir perdón como el publicano o
como el buen ladrón. Y nada más.
¿Y cómo consiguió el diablo engañarnos? La felicidad que tenemos es
relativa. Dios permite un espacio para la fe o para el abandono. Y ese
espacio también puede ser aquel en el que el diablo nos anuncia una
felicidad absoluta ahora mismo. Una felicidad falsa y egoísta . Nos
miente.
Por eso es necesario conocer al Señor. Porque sólo Él garantiza y
enseña la verdadera libertad, que consiste en dejar de lado la
felicidad egoísta para vivir la que nace del amor, del sacrificio y de
la relación con Él. Es el camino de la entrega, de la gracia y del
amor, contrario al camino egoísta que tantas veces hemos seguido. Si
de labios de Jesús escucharas que no has de morir al mundo,
probablemente no sería Jesús quien te estuviera hablando. La felicidad
no va por el camino que nosotros imaginamos, generalmente egoísta,
sino por el camino contrario. Por eso es difícil encontrarlo.
Porque ése es el deseo profundo del hombre, la felicidad. Pero la
felicidad nace del amor, porque Dios, que es feliz, es el que, por
amor a nosotros, está en la cruz.
La santidad, pues, es algo que, desde Cristo, nos libera y nos
devuelve la capacidad de ser aquello que nos puede hacer profundamente
felices. Pero hay que creer que lo que nos hace felices no es
precisamente la soledad, estar sin Dios, estar sin nadie, ser el único
protagonista de la película de la vida, ser como Dios .
Por eso no hay felicidad individual. Y es imposible, por más que
deseemos poseer en soledad el paraíso, poseerlo así. Aun peleándose,
Eva forma parte de Adán, y Adán es lo mejor para Eva. Adán está
dividido. Pero no puede desprenderse de Eva, y ése, que es su destino,
es su maldición y su bendición. Maldición porque no la ama y la
esclaviza . Bendición porque la podrá amar cuando se sienta amado por
Cristo. Porque al no poder dejarla la podrá recobrar de Cristo. Podrá
amarla cuando Cristo se la vuelva a presentar como esposa. Cristo amó
al enemigo, amó en la cruz. Ama siempre. Adán es bendito y el
matrimonio bendito en Cristo.
Pero la maldición se transmite.
De alguna forma la solidaridad se ha convertido en solidaridad en el
pecado, es decir, en transmisión del odio, y ése es el pecado que nos
sobreviene en el pecado original que afecta a todos los hombres. Y el
pecado suele estar en el amor al dinero. El hijo de la parábola del
Hijo Pródigo quiere el dinero de su Padre, no a su Padre. Adán quiere
el Paraíso de Dios, no a Dios. El amor al dinero es amor a una vida
manejada por nosotros. Y ello excluye porque mata. Codician, no
poseen, matan.
Francisco habla sobre todo de ello en Lampedusa, donde se sacaron del
mar ochenta cadáveres de inmigrantes ilegales. El pecado nos precede
y nos esclaviza, no nos pertenece estrictamente, pero viene a ser
nuestro, como la condición de esclavo no pertenece al esclavo, pero la
ha de soportar, no es humana sino diabólica, pero afecta al individuo
que está en ella, es decir, se vuelve como una segunda naturaleza,
como la piel de asno del cuento .
Ni el pecado ni la salvación son estrictamente individuales ni
estrictamente personales. El pecado porque viene de otro, de Adán, del
diablo; la salvación porque viene también de Otro, del Padre, de
Cristo, pero la diferencia con la salvación, es que esta última nos
acerca maravillosamente, y por amor, al Otro, a Dios, al hermano,
mientras que el pecado convierte al otro en un infierno del que no nos
podemos desprender.
Esto está expresado de un modo único en la parábola del Hijo Pródigo.
Vemos que lo primero, el imperio del pecado, es un imperio externo,
donde la libertad individual no tiene lugar. El hijo nota que nadie le
ama, que no puede ni siquiera hacer sufrir a nadie, como hizo sufrir a
su padre. Porque sólo sabes hacer sufrir al que te ama.
El hijo perdido quiere vivir solo y lo consigue. Nadie le quiere.
Quiere ser libre y no lo consigue, porque no puede volver a su casa,
porque no puede comer. La libertad consiste al menos en poder comer.
Cuando piensa en volver a casa descubre en su interior un Padre al que
juzgó duro y déspota, al que juzgó el obstáculo para su felicidad y
libertad. Y ahora ve claramente que lo necesita, y que la felicidad y
la libertad vienen de su amor.
La libertad no está en estar lejos de su Padre, sino en poder vivir
como Hijo, es decir, amando y siendo amado, en la felicidad.
Por eso la libertad es algo bien concreto.
No es la liberación de lazos, sino, siendo algo bueno, el poder crear
lazos, el poder amar, y el poder disfrutar de caminos, de lazos que
dan vida, del amor del Padre bueno. Esos lazos no suprimen la
libertad, son caminos, alternativas, personas con las que es posible
el encuentro. No quitan la autonomía, porque no existe libertad donde
no tienes a nadie al que hablar respecto del que eres algo. No hay
camino si no conoces por dónde caminar. Por eso la obra de Cristo es
un rescate interno, donde existe una vocación al encuentro, pero donde
se da la libertad, la autonomía interior del ser humano, y a la vez,
una nueva sociedad, la Iglesia.
Yo más que "una iglesia sana en una sociedad sana" diría "sólo la
salud puede dar lugar a una sociedad" o "sólo es posible una sociedad
donde hay un ser humano que ama". Tal salud es la libertad. Porque en
esta parábola el hijo vuelve a su casa, la casa de la que escapó era
la suya. Volver a lo propio no es estar en la esclavitud.
Y comienza una sociedad nueva representada por su Padre y su hermano.
Esa sociedad se llama Iglesia. La Iglesia no es una sociedad dentro de
la otra. Es la única que merece ese nombre. La otra no es más que una
aglomeración sin columna vertebral y sin norte ni destino.
Esa nueva sociedad, la del amor, la Iglesia, donde tiene su lugar el
Señor, es el fruto de la salvación, nunca declina, y, desde la
resurrección, se extiende por encima del cielo y de la tierra, del
pasado y del futuro.
Eso hace que una Iglesia sana vuelva sana la sociedad. Pero esa
Iglesia está hecha de santos. Sin santos es imposible la Iglesia.
Porque si su misión es demostrar la novedad y suficiencia de la
felicidad de Cristo y huye de esa felicidad para buscar la del mundo,
entonces la palabra se seca en sus labios y no salva a nadie .
Por eso no es posible, dado el pecado, que la sociedad se sane sin Cristo.
Es difícil hacer del pecado el sentido de la historia; la historia en
pecado, sin Dios, es absurda. Es un cúmulo de instintos irrefrenables
y destructores. La ciudad resultante no es Jerusalén sino Babel . San
Agustín le opuso la Ciudad de Dios, descubierta por él en el perdón
de Jesús. El pecado era una ciudad, sí, una ciudad. A ella había
pertenecido Agustín. La gracia era la otra ciudad. Era la ciudad de
Dios. En ella Dios le había dicho a Agustín que se podía ser feliz.
Que era amado.
Pero vino Pelagio a aguar la fiesta. La ciudad de Pelagio no era la de
los perdonados, sino la de los que no necesitaban de Dios porque,
ellos creían, nunca pecaban. Era la de Pelagio o la de Donato la
ciudad de los especiales, de los impecables, es decir, la ciudad de
una nueva esclavitud. Y es esclavitud la aparente justicia sin amor,
la aparente honestidad sin Dios. Eso es otra soledad. Y donde hay
soledad no está Dios. Como al contrario, donde está Dios no es posible
la soledad, sino el amor: "Yo nunca estoy solo, el Padre me acompaña"
decía Cristo (Jn 16,32). El capítulo 2 de la carta a los Romanos se
encarga de demostrar que la maldad es mayor cuanto mayor es el
conocimiento de la voluntad de Dios, y, a pesar de ello, el hombre
desprecia y la desoye esa voluntad. Si antes había hablado de la
maldad del mundo pagano pues tenían la ley en su conciencia y no la
seguían. Ahora habla de la maldad del mundo hebreo pues conocen la
voluntad de Dios manifestada en su historia y en su ley, y tampoco la
siguen.
Así, Pablo afirma que por Adán somos todos pecadores: "Cuando obras lo
que condenas te condenas a ti mismo ¿Te figuras que escaparás al
juicio de Dios tú que juzgas a los que pecan pero tú mismo cometes lo
que condenas?... ¿desprecias las riquezas de paciencia, tolerancia y
bondad sin que esa bondad te impulse a la conversión?... por la
impenitencia atesoras ira para el día del juicio… los que sin ley
pecaron sin ley morirán, los que pecaron bajo la ley, por la ley serán
juzgados" (2, 1-12). Lo mismo repite al final del capítulo: " Tú, guía
de ciegos, maestro de niños, tú que instruyes a otros, ¡a ti mismo no
te instruyes!…"(17-29)…
Hay, evidentemente, aquí, una crítica acerada del fariseísmo judío,
tan semejante al pelagianismo o al donatismo de San Agustín.
Aparece la verdad brillante que dirá con claridad el capítulo 5, 12
ss., que todos somos necesitados de Cristo, el cual, por ello, vino a
buscar no a la oveja perdida sino al rebaño completo. Aparece aquella
verdad que con ironía predicaba Jesús: que el médico vino a salvar al
enfermo (Mc 2,17), pero que, en este caso, todos somos enfermos. El
hecho de la universalidad del pecado y la muerte no los hacen
excusables o inevitables. Se trata de hechos nada más.
El pecado es culpable si la gracia es suficientemente eficaz, y
siempre lo es. El pecado es culpable, y de eso se ocupan los dos
primeros capítulos de Romanos.
Pero el pecado es también una condición en la que nace el ser humano
en cuanto que la muerte universal, por la universal dependencia de
Adán, precisa de la universal misericordia y del abajamiento de
Cristo, la universalidad de la gracia salvadora.
No se trata, pues, en el pensamiento de Pablo, de pecar
arrepintiéndose a la vez, como si el pecado fuera necesario para que
brille la misericordia (3, 7-8) y por eso esté justificado el pecador.
La misericordia
Se trata de hablar de hechos, y de hecho el pecado ha hecho más
evidente la misericordia.
Pero volvamos a los hebreos. El pecado de fariseísmo aparece en Pablo
como una experiencia difícil de aceptar y propia de los que se dicen
creyentes.
Pablo opone, y creo que no me equivoco en nada, la ley a la gracia. La
ley representa confiar en las propias obras, la gracia confiar en el
perdón del Señor. En este sentido, la ley no significa la voluntad de
Dios, sino algo que me defiende de Dios. Significa, no el amor a Dios,
sino precisamente, algo que me separa de los demás, injustos,
adúlteros (Lc 18,11), defendiéndome de un dios que parece querer
condenarme, casi como lo que desearía un demonio.
Hay en los soberbios y fariseos como una competencia por la que se
entra con violencia y a codazos en la puerta del cielo, en un sentido
contrario al de Jesús cuando dijo que sólo los violentos arrebatan el
Reino (Mt 11,12).
La verdadera puerta estrecha consiste en dejar el paso a los otros,
"en hacerse anatema por el pueblo" (Rom 9,3), "en hacerse pecado para
que los demás lleguen a la justicia", frases de Pablo con las que
describe a Cristo (2Cor 5,21; Filipenses 2: 6 – 11: "El cual, siendo
de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino
que se despojó de sí mismo"). Es claro que nadie puede subordinar su
salvación a la de los demás. Pero se trata de que no se oponen. Y
sufrir por los demás, pagar por los demás, interceder por los demás,
expiar por los demás, considerar como superiores a los demás, todo
ello no hace perder la salvación, porque son los sentimientos de
Cristo
Es difícil evitar el recuento de los propios méritos, pero Cristo nos
invita a no juzgar ni a sacar fácilmente la paja del ojo ajeno (Mt
7,5). Pablo cree simplemente en el amor de Jesucristo (Rom 8, 35-39)
y dice constantemente que no es juez ni siquiera de sí mismo (1Cor
4,3-5).
Pero el Evangelio es el de los pobres, el de la viuda que da todo lo
que tiene porque piensa que es amada del mismo modo (Mc 12,41-44).
Siempre santa, siempre deudora.
Por eso el evangelio de los pobres es también el de los pecadores, el
de los publicanos arrepentidos.
Sin embargo, no hay perdón sin el que perdona. No hay curación sin
médico. No hay salvación sin Cristo y su amor. Por eso ser curado es
comenzar a contagiarse de ese amor, empezar a agradecerlo.
El Papa Francisco es el papa de la misericordia y del perdón.
En su reciente visita a Colombia, sociedad dividida por la guerra, el
odio y el hambre, Francisco quiso ser un mensajero del perdón . Pero
no es un iluso el Papa, sabe que la lucha es casi constante, eterna,
que tiene detrás estructuras de pecado, contra las que grita
constantemente, mafias enormes a las que no son ajenas incluso las
instituciones políticas. Por todo eso, el Papa resulta incómodo,
aunque alguien de quien es imposible prescindir .
Pues bien, nosotros creemos en Dios, sin embargo. No en el poder del
Maligno. Ésta es la mirada del Papa. Según la mirada cristiana, el
mundo depende de Dios. Por eso el mundo no depende del pecado sino de
la gracia.
Los primeros capítulos de la carta a los Romanos presentan
principalmente algo incuestionable para Pablo: que todos los hombres
han pecado, pero, algo más, que el pecado no es estrictamente nuestro,
que pende de un culpable, de alguien libre, Adán, pero que ha
conducido a depender de alguien, el diablo, que esclaviza y odia. Pues
bien, finalmente hemos sido liberados dependiendo también de alguien,
de Cristo (Rom 3,21).
Romanos 7, 16: "Si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley
en que es buena; en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado
que habita en mí".
Ese Pecado, que parece una infección exterior, un Tirano exterior que
me habita, es ese Ser que aparece como tirano en Jn 8,44: "Vosotros
sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de
vuestro padre. Éste era homicida desde el principio y no se mantuvo en
la verdad porque no hay verdad en él… pero a mí, como os digo la
verdad, no me creéis". En el caso de Romanos el ser humano, el Yo que
se siente esclavizado y pide la libertad para poder amar, que es la
ley de la libertad, la ley de Dios, ese Hijo Pródigo que está lejos de
su Padre, es salvado por Cristo. En el caso de Juan que acabamos de
citar se trata de los que, sintiéndose santos, no creen necesitar de
Cristo, y le rechazan deseando su desaparición.
Reconocer, pues, nuestra esclavitud, y la bondad de la voluntad de
Dios, llamada también Ley en Romanos en cuanto guía del hombre, es
condición necesaria para que la sociedad sane .
Pero como la libertad, siendo también una condición social, es algo
estrictamente individual; sin encuentro individual con Cristo, no hay
cambio de estructuras ni salvación alguna. Necesita el Yo ser libre.
Puede una sociedad, formada de individuos, llamarse esclava, porque
impide la realización personal de todos sus miembros, pero, sin
embargo, cada miembro debe ser, personal e individualmente, capaz de
realizarse en una sociedad que se lo permita. Por ello confesamos que
hay esperanza. El Señor nos ha liberado. Estamos lejos ya de la
muerte. No volvamos a ella. La fe nos dice que Dios da la gracia
suficiente para la salvación. Es decir, la libertad suficiente. La
libertad, sin embargo, es algo que nace de dentro. Es la obra del
Espíritu en el corazón del hombre (Rom 5,5).
En una sociedad donde Dios es un extranjero, también el cristiano es
un extranjero, y por eso en esa sociedad es imposible la santidad si
no se da un éxodo, una salida espiritual de este mundo, es decir, una
lucha contra él, primero en el plano individual y después en el
social. Se trata de vivir la pobreza de este mundo: "¡Cómo me gustaría
una Iglesia pobre y para los pobres!" repite el Papa. Vayamos, pues,
fuera de la ciudad cargando el oprobio de Cristo (Heb 13,13).
Francisco está así crucificado, es decir, muerto para el mundo y el
mundo muerto para él (Gal 6,14). Y, si no fuera así, no podría dar el
evangelio. El evangelio consiste en la buena noticia de que es posible
salir de este mundo, escapar de esta generación perversa (Hech 2,
36-40), construir otra sociedad, otra realidad. El amor por los demás
no significa la justificación de la incredulidad y el desprecio de
Cristo. No significa dar por bueno lo que hacen los paganos que no
tienen justificación porque la ley de Dios la llevan escrita en su
alma, pero no la obedecen. No.
Aunque el Señor, en el Evangelio sea un abogado de los paganos, pero
de los que siguen su conciencia, aquí vemos que el Papa lucha contra
lo "políticamente correcto", el paganismo oculto en el corazón de los
creyentes, que se acomodan a este mundo (Rom 12,2). El centurión (Lc
7,2 ss), la viuda de Sarepta, la mujer sirofenicia (Mc 7, 24-30) o el
sirio Naamán (Lc 4, 25-27) son alabados por el seguimiento de su
conciencia o por su fe. Pero son paganos extraños. Reconocen al
Enviado. Son humildes y escuchan su propio corazón que discierne con
el Espíritu la verdad. Y reconocen al Enviado. Lo cual significa que
no hay límites a la gracia , pero no hay gracia sin Cristo. Encuentro
con Dios en Cristo. Cristo es necesario para el mundo según el
pensamiento de Francisco.
La gracia es la señal indeleble de la omnipotencia y de la victoria de
Dios, de su amor invencible. La gracia y sólo ella puede cambiar el
mundo. Dios concede siempre la gracia suficiente ( DENZINGER-SCH:
Magisterio de la Iglesia nº 1546) sin que ello constituya un argumento
contra pedir esa gracia suficiente, porque la primera gracia es la de
la oración por la que se pide. Dame lo que me pides y pídeme lo que
quieras, decía San Agustín (Confesiones X, cap 27, 38).
El mismo evangelio lo repite por doquier: "los publicanos y las
prostitutas, los samaritanos" (Mt 21,31; Lc 17,16; 10, 29-37) símbolo
de los pecadores en el Evangelio, se convierten cuando su corazón
triste y vacío lo sienten lleno de la esperanza por la escucha de la
salvación y lo sienten sin embargo atormentado por la contrición y el
arrepentimiento. Pero se trata siempre de encontrarse con Cristo. Él
es el salvador. Fuera de Él no hay nada. Por eso, Él, que viene a
buscar a la oveja perdida, necesita cambiar el mundo, encenderlo (Lc
12,, 49). Se trata de la omnipotencia de la gracia, de la victoria de
Jesucristo, de la posibilidad de salvación. Y eso también le es
concedido a los paganos.
¿Cómo vivir sanamente en este mundo insano? Constituyendo una sociedad
nueva, pero, sobre todo, aceptando el martirio, la cruz, ser desechado
por esta generación, el oprobio de Cristo, fuera de las murallas de
Jerusalén, fuera de la sociedad (Heb 13). Porque esperamos una patria
nueva (2 Pe 3,13). Y, sin embargo, aunque somos extranjeros, estamos
creando esa patria ahora mismo.
¿Cómo sanar a la Iglesia?
La Iglesia ha crecido en santidad siempre en la persecución. En ella
es imposible que el que tiene una intención viciada se una a un
proyecto que sólo en la salvación definitiva, en la vida eterna, tiene
sentido.
Recurramos a la parábola del fariseo y el publicano. El fariseo de la
parábola se creía sano porque no era como los demás hombres, injustos,
adúlteros… el publicano no estaba autorizado, sin embargo, a ser
injusto o adúltero, sino a arrepentirse. Sano no era el fariseo,
porque una Iglesia sana no es la Iglesia farisea, es decir, la Iglesia
soberbia que dicta a los demás lo que ella misma no hace; "no sean
ustedes como los fariseos que cargan sobre los demás cargas que ellos
no mueven ni con un dedo" (Mt 23,4); sano tampoco era el publicano
porque simplemente era publicano, sino por arrepentirse.
Así pues, una Iglesia sana es una Iglesia pobre, que reconoce su
pobreza espiritual.
Esta idea de la humildad significa realmente una apertura a la
realidad, un sentido de la propia ignorancia y de la propia pobreza.
La ley no siempre contempla toda la realidad, por ello es necesario
estar en los zapatos de los pobres para poder adecuar la ley a la
verdadera justicia. El pobre no tiene quién lo defienda, la viuda del
evangelio necesita la voz que canse al juez inicuo, y la Iglesia debe
prestarle la voz (Lc 18, 1-8). Dice el Papa: "No cierren la salvación
de las personas dentro de las constricciones del legalismo". El
derecho está orientado a la salvación del hombre".
Domesticar al Papa.
Es el Papa el profeta incómodo que encuentra el rechazo y el
entusiasmo, que pide una obediencia y una reflexión que cuesta darle,
pero que suscita a la vez una aceptación y una alegría que pocos, por
no decir ninguna persona actual, concita y logra. El Papa ha resultado
incómodo también en la Curia Vaticana, por intentar no sólo ordenarla,
sino hacerla humilde, servidora y trabajadora. Ha resultado incómodo
por negar tolerancia a la homosexualidad y a la pedofilia,
especialmente si se da entre clérigos. Ha resultado incómodo por su
negativa constante a bendecir la ideología de género pidiendo el don
de la castidad. Ha resultado incómodo por su Evangelio de la Familia,
donde, sin negar las dificultades que existen, pide, por encima de
todo, la misericordia evangélica.
Ha resultado incómodo para los ricos y para las naciones que no
aceptan a sus hermanos más pobres. Algunos quisieran que la
misericordia fuera la permisión. Son cosas distintas. La misericordia
es exigencia de una transformación, aunque desde la situación real en
que se encuentra la persona.
El Papa, que afirma que el otro nombre de Dios es la misericordia, y
que habla de la globalización de la indiferencia, "Italia, México,
Brasil, Cuba, Estados Unidos, África, Asia, Lesbos, Sarajevo, estos
territorios fascinantes y ciudades emblemáticas han sido los
escenarios en donde el Papa Francisco ha denunciado el narcotráfico,
la venta de armas, la corrupción e incluso la esclavitud en ciertos
sectores de la economía. Y donde también ha señalado la tragedia
humana que constituye la migración en el mundo", dice Andrea
Tornielli.
Es el Papa el profeta incómodo que encuentra el rechazo y el
entusiasmo, que pide una obediencia y una reflexión que cuesta darle,
pero que suscita a la vez una aceptación y una alegría que pocos, por
no decir ninguna persona actual, concita y logra.
Deseamos pues una Iglesia sana que pueda a la vez, humildemente, sanar
a la Sociedad.