(ZENIT – Madrid).- Laura Montoya Upegui nació en Jericó, Antioquia, Colombia, el 26 de mayo de 1874; era la pequeña de tres hermanos. La elección de su nombre de pila fue acertado, como ella misma reconoció relacionando la connotación de inmortalidad que lleva consigo el laurel, de donde aquél proviene, con la estela de la caridad perpetua concebida por el Padre para sus hijos. Éste fue el amor que ella conquistó vivificando la gracia que recibió en el bautismo, sacramento sobre el que reflexionó ocupándose de plasmar el hondo significado que tenía en su acontecer.
Cuando tenía 2 años por sus convicciones religiosas asesinaron a su padre, Juan de la Cruz, médico y comerciante, hombre de fe, defensor de los débiles. Expoliados sus bienes, la familia se vio abocada a la pobreza, pero sin resentimientos; Dolores, la madre, inculcó a todos el perdón. Sus abuelos acogieron a Laura forzados por la situación. Al momento de tomar la primera comunión se fijó en cuestiones nimias que agrandó llevada de su espíritu infantil. Le molestó tener que ayunar, que le rezaran al oído, y el sabor del Cuerpo de Cristo, que imaginó sería distinto. Tales sentimientos pueriles pronto fenecieron.
A los 11 años inició estudios con muchachas pudientes en un prestigioso centro. Vivía en un hogar de huérfanos regido por una tía suya religiosa y fundadora. La diferencia de clases le hizo pasar momentos difíciles. Mientras cuidaba a un familiar enfermo, leyó textos espirituales y emergió su vocación carmelita. Cuando su abuelo falleció, la situación económica empeoró, y vieron oportuno que estudiase magisterio en Medellín. Tenía 16 años. Fue una etapa en la que mostró su madurez, acrisolada por tan precoces sufrimientos, como pudo constatarse en el manicomio que dirigió aceptando el ofrecimiento de su tía, y donde residió mientras cursaba estudios con una beca. En 1893 obtuvo el título de maestra. A partir de entonces inició una fecunda labor pedagógica por centros de Amalfi, Fredonia, Santo Domingo y Medellín; en esta ciudad, en 1897 asumió el cargo de vicedirectora del colegio de la Inmaculada destinado a hijas de familias con recursos. Supo por un sacerdote que en las proximidades de Jardín (Antioquia) se hallaba la reserva india de Guapa. Y la posibilidad de trabajar y convivir con los indígenas hizo que respondiera afirmativamente a la oferta que éste le planteó de fundar una escuela allí. Así comenzó la labor apostólica que signaría su vida. Dio realce al papel de la mujer en una sociedad que la ninguneaba, mostrando que era un valor seguro para difundir el Evangelio.
Los inconformistas, cargados de prejuicios y cegueras, se ocuparon de cubrirla de sinsabores. El rechazo social que atrajo su labor, se empañó aún más tras la publicación en 1905 de la novela Hija espiritual. En esta obra, de cariz tendencioso, Laura era más que una simple referencia. Aunque inicialmente la sociedad medellinense y la Iglesia se puso en su contra, cuando la joven dio réplica por carta, con humildad y de forma inteligentísima, le tendieron la mano. Entonces el autor se apresuró a desmentir que estuviera aludiendo a ella en su libro. Pero a la santa le negaron todo. Parecía que con ayuda de Gregorio, un hombre de color que construyó un horno, y la venta del pan que amasara, iban a salir adelante, pero él murió. Laura le lloró como se hace con un hermano: «¡A ese hombre negro le debíamos el pan! Quedamos perfectamente establecidas. ¡Por supuesto que mi dolor era mayor por no haber sabido lo que tenía en la casa! ¡Así mueren los santos que han preferido la humillación a todo! Supe que Gregorio comulgaba todos los días pero nadie lo sabía porque lo hacía en la misa de 4 (a.m.) y cambiaba de Iglesia todos los días…».
En 1907 dio clases en Marinilla. Inició su labor con los indígenas de Antioquia sin perder su vocación carmelita. Incomprendida por las autoridades eclesiásticas, se dirigió a los poderes públicos solicitando apoyo. Al ver que no tenía eco su petición de defensa de esas comunidades, ni siquiera en distintas órdenes religiosas, escribió al presidente y después al papa Pío X. Fue en 1914 cuando contó con la autorización de Mons. Maximiliano Crespo, obispo de Santa Fe de Antioquia. Y con cinco mujeres, entre otras su madre, se dedicó a catequizar en Dabeiba. Fue el origen de su fundación. Como pidió Dios le proporcionó mujeres que no temieron el clima, las fatigas de la selva y los farragosos viajes en canoa en los que debían sortear muchos riesgos. Cuando llegó el momento de profesar como religiosa, a instancias de este prelado conservó el nombre de Laura. Compartió su fe con el pueblo de Urabá, sin importarle las dificultades que se presentaron, incluida la oposición de los jefes de la tribu. Y arrebató la conversión de numerosos aborígenes que se bautizaron en distintos departamentos del país. San Pedro de Uré fue la sexta fundación dirigida a negros y a mestizos. Nuevamente conllevó grandes dificultades y oposiciones de varios eclesiásticos.
En 1924 fue elegida superiora general. De ella se dijo que «el espíritu de oración y unión con Dios que poseía… inspiraba respeto a cuantos la contemplaban». En 1930 viajó por Roma y manifestó: «Tuve fuerte deseo de tener tres largas vidas: La una para dedicarla a la adoración, la otra para pasarla en las humillaciones y la tercera para las misiones; pero al ofrecerle al Señor estos imposibles deseos, me pareció demasiado poco una vida para las misiones y le ofrecí el deseo de tener un millón de vidas para sacrificarlas en las misiones entre infieles! Mas, ¡he quedado muy triste! y le he repetido mucho al Señor de mi alma esta saetilla: ¡Ay! Que yo me muero al ver que nada soy y que te quiero!». Escribió más de treinta libros. Fue condecorada con la Cruz de Boyacá en 1939. Estuvo en silla de ruedas los últimos nueve años de su vida y murió acuciada por intensos sufrimientos el 21 de octubre de 1949. Juan Pablo II la beatificó el 25 de abril de 2004. Francisco la canonizó el 12 de mayo de 2013.