martes, 25 de octubre de 2016

MONSEÑOR RAMÓN ZUBIETA, OP. por Fr. Ángel Pérez, OP


Monseñor Ramón Zubieta y LesFray Ángel Pérez Casado, OP
Peña de Francia

 

Se suele decir que hay seres humanos a los que Dios elige en determinados momentos de la historia evangelizadora para realizar obras y proyectos extraordinarios. Tales han sido las mujeres y hombres que han iniciado o abierto un nuevo campo evangelizador en medio de incontables dificultades y sufrimientos. La mayoría de estas personas han tenido que dejar de lado «las elementales normas de prudencia», y, digamos, contar con una dosis de audacia humano-espiritual, poco común. Podemos asegurar que Monseñor Zubieta pertenece a este grupo.

 

Síntesis biográfica             El expedicionario           El evangelizador           

 

El hombre de Dios                 Epílogo de una muerte presentida

 

 

 Otros estudios sobre la vida y espiritualidad de Ramón Zubieta:

     1. Ramón Zubieta: La firmeza y la ternura que nos encantó. Hna. Ángela CabreraRamón Zubieta y Les, nació en Arguedas (Navarra) el 31 de Agosto de 1864. Fue el menor de cuatro hermanos, dentro de un hogar y un ambiente social en que la religión era parte fundamental del quehacer de la vida diaria. Cuando apenas tenía nueve meses murió su padre Joaquín. Bajo el cuidado materno de su madre Ramona, la devoción mariana a la Virgen del Yugo, patrona de su pueblo, y el ambiente de utopía misionera que por esos años se vivía en el pueblo navarro encontró su propia vocación misionera.

En el convento de Ocaña, de la Provincia dominicana de Filipinas, dedicada primordialmente a la Evangelizaciónmisionera en Filipinas y China, inició el noviciado el año 1881. Sus estudios de filosofía y parte de los de teología los realizó en Ávila. Completó su formación teológica en Manila, donde fue ordenado sacerdote en marzo de 1889.

De inmediato inició su trabajo misionero, tratando de establecer contacto con los peligrosos grupos de tagalos e igorrotes, sufriendo una dura prisión y peligrando su vida durante dieciocho meses. En 1901, apenas conseguida su liberación, fue elegido para poner en marcha el nuevo Vicariato Misionero en el sur-oriente peruano, asignado a la Orden Dominicana por la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe. Tenía entonces 36 años.

El 21 de Febrero de 1902 desembarcó en Lima con dos frailes, que había conseguido a su paso por España camino del Perú, los Padres José Mª Palacio y Francisco Cuesta. El P. Zubieta y sus dos compañeros tenían ante sí, y para ellos solos, un variado y complicado territorio, predominantemente selvático, de 130.000 Km2, situado en torno a la cuenca de dos grandes ríos: el Urubamba y el Madre de Dios. En ese amplio territorio estaban dispersos alrededor de veinte mil selvícolas, que por lo general evitaban el contacto con cualquier presencia extraña a los de su grupo, debido a dramáticas experiencias que les habían causado innumerables sufrimientos.

La tarea misionera se presentaba poco menos que imposible para tan reducido grupo de misioneros, lo cual supuso para el P. Zubieta una seria preocupación y un cúmulo de sufrimientos, a pesar de la inestimable ayuda que desde la Provincia del Perú recibió, pues un generoso grupo de dominicos acudió a echarle una mano. Sobreponiéndose a estas dificultades, en 1902 estableció un puesto misionero en cada una de las dos cuencas misioneras: Chirumbia, en la del río Urubamba, y la Asunción, en el río Madre de Dios.

Dada la gravedad de la situación del recién nacido Vicariato, el Maestro de la Orden, P. Jacinto M. Cormier, acudió a la Provincia de España proponiéndole que asumiera como propia la tarea evangelizadora del nuevo Vicariato Misionero. En 1906 el P. Zubieta recibió con alegría al primer grupo de seis misioneros enviados por esta Provincia.

Con rapidez y decisión el P. Zubieta inició y se puso al frente del pequeño grupo misionero en una de sus más difíciles tareas: explorar y conocer el amplio y complicado territorio del Vicariato Misionero. Aunque sólo fuera por este trabajo merecería que se le reconociera –como así fue– como una de las personas más importantes que ha contribuido al desarrollo y promoción humano-religiosa de las gentes que poblaban estas zonas peruanas olvidadas y desconocidas.

Los numerosos y complicados problemas se le multiplicaron al P. Zubieta a medida que trataba de ir avanzando para poner en marcha el funcionamiento del nuevo Vicariato Misionero: estructuración de los enclaves misioneros en lugares de la selva de muy difícil comunicación; proyectos evangelizadores con un imprescindible número de misioneros para poder llevarlos a cabo; recursos económicos para poder responder minimamente a las necesidades más elementales de los puestos misioneros, y un largo etcétera de imprevisibles problemas que surgían en el momento menos pensado.

En 1912 logró la adquisición del Santuario de Santa Rosa de Lima, para atender y fomentar el culto a esta santa peruana, construir en sus inmediaciones un convento de acogida de los misioneros llegados de España, centro gestor del Vicariato, y casa de descanso y restablecimiento de la salud de los misioneros.

En 1913 fue consagrado obispo en Roma, y nombrado primer Vicario Apostólico de las Misiones de Santo Domingo del Urubamba y Madre de Dios. Ese mismo año fundó la Congregación de las Dominicas del Santísimo Rosario. Para la nueva congregación adquirió el Convento del Patrocinio de Lima.

En 1919 fundó la revista Misiones Dominicanas, que recogerá documentos de inestimable valor para reconstruir la historia del Vicariato. En ella podemos leer los relatos testimoniales de los mismos misioneros.

Como su salud se había deteriorado, debido a la acumulación de problemas de todo tipo y de los esforzados y apasionantes trabajos misioneros de la puesta en marcha del Vicariato, falleció inesperadamente en la casa de las Misioneras Dominicas de Huacho el 21 de diciembre de 1921. Tenía 57 años intensamente vividos al servicio del Evangelio.

A su muerte dejaba abiertas ocho casas de misión en el Vicariato, con 21 misioneros. Por su parte, la Congregación de Misioneras Dominicas por él fundadas tenía consolidadas siete comunidades, contando con 60 religiosas profesas.


El primer paso en la acción misionera que tuvieron que dar el P. Zubieta y sus compañeros de fatigas no fue nada fácil: había que ascender a alturas cercanas a los cuatro mil metros, y descender por las estribaciones andinas, por estrechos y peligrosos senderos, camino de la selva, donde moraban los seres humanos objeto de su misión evangelizadora. La primera parte de su recorrido había que hacerla cabalgando sobre caballerías, que trabajosamente ascendían las empinadas pendientes para descender, si se quiere, con mayor peligro aún, las estribaciones andinas. Para ello no encontraron otro medio más propicio que los duros lomos de unas sufridas caballerías. Próximos ya a la selva, el nuevo camino sería el cauce de los ríos, por donde procuraban adentrarse hasta la llanura selvática con las canoas, que a veces eran juguete indefenso ante los remolinos peligrosos de los ríos. Muchas veces ni mulos y canoas podían abrirse camino por los inexistentes senderos que podían conducirlos hasta el término del trayecto. En esos casos, como alternativa, siempre quedaba echar pie a tierra y emprender unas duras y fatigosas caminatas. Como muestra de la aventura expedicionaria de estos primeros misioneros, encabezados siempre por el P. Zubieta, nos haremos eco de dos relatos muy significativos.

a) Desfiladeros y naufragios

El 16 de julio de 1902 el P. Zubieta celebró la Eucaristía en la cumbre andina conocida con el nombre de Tres Cruces (3.700 m.), acompañado del P. Cuesta, el hermano José Torres y un grupo de animosos seglares. Desde allí, en una visión inigualable, contempló lleno de emoción la inmensa llanura selvática del Madre de Dios, desde donde renovaría con mayor entusiasmo su compromiso para anunciar a los hijos de la selva la buena noticia del Evangelio.

El ascenso a la montaña había sido penoso, pues, «el camino estaba casi cerrado; en muchas partes formado de espesos fangales, a tal extremo que el viaje fue lento por demás y lleno de graves molestias…».

Repuestos física y espiritualmente en lo alto de la montaña, se dispusieron a bajar por las escarpadas laderas andinas hacia el valle de la Asunción. Pero si la subida había sido problemática, en la bajada se multiplicaron los peligros: «A la vera de ese camino se ven entrelazados huesos humanos y de animales, víctimas de las caídas por aquella escalinata de peldaños, hasta más de un metro. Sobre el dolor de los golpes del pobre viajero, que no puede moverse, viene la lluvia o la nieve y el hambre a cebarse en él, y sucumbe sin remedio. Los cadáveres son apartados por otros pasajeros, que apenas los desvían para ellos pasar; quedan sepultados y a merced de las aves de rapiña. Otras personas mueren a consecuencia del soroche (mareo de altura)».

            Esta ruta de entrada al Vicariato, así como otras de parecidas dificultades, tuvieron que sufrirlas los misioneros de los primeros tiempos, arriesgando en más una ocasión sus vidas. Superada la frontera de las montañas andinas, el P. Zubieta y sus compañeros, tenían que enfrentarse con un nuevo reto: navegar en frágiles embarcaciones por ríos de extremada bravura con el fin de adentrarse en la selva.

            Con toda seguridad podemos decir que la espina de mayor sufrimiento que llevó clavada el P. Zubieta en su vida misionera, fue el naufragio sufrido en los remolinos de la quebrada del Ccoñec, del cual haremos un breve resumen como realidad, signo y símbolo de los peligros con que se enfrentó el pequeño grupo de aventureros del Evangelio que, encabezados por el P. Zubieta, se internaron en los terrenos muchas veces apenas conocidos y siempre peligrosos de las selvas peruanas:

                        La correntada nos envolvió a todos echándonos unas veces al fondo y elevándonos después a la superficie. Así llegamos al centro del remolino izquierdo donde todos nos vimos confundidos… Barreda, Mariano y yo logramos subir a la canoa que estaba volteada; pero ésta comenzó a zozobrar con el peso y nos caímos al abismo que parecía no tener fondo. Yo me vi entonces sumergido, y al hacer esfuerzos supremos para salir a la superficie, toqué un bulto encauchado y en él pensé hallar mi salvación, pero no podía asirme. Creí llegado mi último momento, cuando vi cerca de mí la canoa volteada todavía, que siendo juguete del remolino, se aproximaba a mi lado. Dejé entonces el bulto y con grandes esfuerzos logré acercarme a la embarcación que sólo distaba un metro a lo más. Luché en vano para subir a ella y cuando vi la inutilidad de mis esfuerzos y empezaba a tragar agua y perder la respiración, cumpliendo con mi misión de sacerdote, absolví a todos antes de mi muerte que veía segura.

                        …Cuando ya encomendaba mi alma a Dios y me despedía del mundo, vime sentado sobre la canoa, sin poder comprenderlo todavía como pude realizarlo… El Hermano José Torres al verme sentado sobre la canoa gritó: Padre ¡Absolución! Absolví a todos en alta voz y en aquel momento se sumergieron Fernando Pimentel y Fr. José, no volviendo a aparecer…

                        (Triste final de una ilusionada expedición): De ocho expedicionarios salvamos cinco, y de cuatro nativos se salvaron tres –nos dice el P. Zubieta–. En aquellas desoladas playas, los supervivientes del naufragio, pasaron la noche en la más terrible angustia por las desgracias sufridas: nada nos importaba estar con la ropa mojada y aguantando un molesto aguacero, sin comer y con el peligro de los salvajes; en nada pensábamos más que en las víctimas…

El mismo P. Zubieta confidencia sus sufrimientos en una carta posterior: «He naufragado varias veces, y en una de ellas vi perecer delante de mí, a dos varas de distancia, a cuatro hombres llenos de robustez y de vida; yo tragaba agua cada vez que tenía que respirar, y tenía mi muerte como la cosa más cierta; pasamos tres días después del naufragio sin comida de ninguna clase y desnudos, sufriendo unas veces las aguas torrenciales y luego un sol abrasador que nos ponía en estado de demencia…»

b) El curso del río Paucartambo o Yavero

Otra de las grandes aportaciones en el haber del P. Zubieta fue la exploración de un territorio escasamente conocido y con datos muchas veces imprecisos. En la penetración hacia la selva en la cuenca del río Urubamba, a la vez que trataba de encontrar nuevos enclaves misioneros cercanos a la población selvícola, el P. Zubieta prestó un interesante servicio a la Sociedad Geográfica de Lima al descubrir el verdadero curso del río Paucartambo, también conocido como Yavero.

            A falta de misioneros que pudieran acompañarle, el P. Zubieta en mayo de 1903 se dispuso a recorrer el trayecto del río Paucartambo, acompañado tan solo de un buen peón llamado José, y unos improvisados guías que iba consiguiendo por el camino. De los 362 kms. que recorrió en esta expedición, 152 kms. los hizo por pésimos caminos a lomos de caballerías, 170 kms a pie en jornadas muy penosas, más de 40 kms en canoa en compañía de desconocidos machiguengas…

Dos veces el P. Zubieta se cayó al suelo de sus caballerías, y en uno de los estrechos caminos bordeando precipicios se despeñó su compañero José a quien «milagrosamente» pudo salvar. Al fin, el 6 de junio pudo contemplar con satisfacción el encuentro del río Paucartambo o Yavero con el gran cauce del Urubamba.

            Por esta exploración la Sociedad Geográfica de Lima le concedió la medalla de oro como premio a la mejor expedición del año. Por supuesto que, aparte del gran servicio cívico que el valiente misionero prestaba al Perú, el objetivo principal del P. Zubieta iba siempre orientado a la evangelización, y así nos dice en uno de sus informes: «Las tribus salvajes que he hallado son 11, con un total de 50 familias… Mi visita ha preparado a los nativos, quienes recibirán con los brazos abiertos y con mucho fruto al misionero que tenga la dicha de hacerles la segunda visita…».

c) Los caminos de la esperanza evangelizadora

El P. Zubieta fue un adelantado a la renovada conciencia social de la iglesia manifestada en la Encíclica PopulorumProgresio; puso todas sus energías en abrir nuevas vías de desarrollo y progreso, que facilitaran la paz y el bienestar corporal y espiritual de los habitantes de una de las zonas más olvidadas y marginadas de las regiones andinas y amazónicas peruanas.

            Fruto de un ingente y sacrificado trabajo en donde hizo de todo: de administrador, ingeniero, peón…, se le puede poner en su haber la línea telefónica de Paucartambo al Madre de Dios, la línea telegráfica de Paucartambo a Cuzco, la línea telefónica a Santa Ana, e innumerables estudios y planos de la red hidrográfica y montañosa del sur-oriente amazónico peruano.

            No todas las personas supieron entender esta dedicación del P. Zubieta a los trabajos materiales, por lo que tuvo que defenderse de quienes le atacaban diciendo que tales trabajos eran impropios de un misionero, diciendo que él,«conocedor de las montañas del Paucartambo», creía todo lo contrario. Aparte de estas críticas, el P. Zubieta tuvo que soportar otras intrigas y asechanzas más peligrosas, de gentes sin escrúpulos que solían morar en estas zonas desconocidas, despobladas y llenas de aventureros de toda clase y condición, sin mucha conciencia.

            En una de sus cartas nos da cuenta de los grandes sufrimientos morales que tuvo que padecer en estos trabajos, imprescindibles para la puesta en marcha del Vicariato: Dios solamente sabe lo que sufrí en este tiempo. Sabía de las murmuraciones de algún mentecato y mi único consuelo era pensar que a Jesucristo le tuvieron por loco y endemoniado… Dios sabe que hice todo lo que pude por las misiones…».

La verdad es que toda la actividad del P. Zubieta llevaba siempre al mismo término: «facilitar lo más pronto posible el encuentro con aquellos seres humanos que aun no conocían la Buena Noticia Evangelizadora». Por eso, abiertas y mejoradas las vías de comunicación, el segundo paso que se impuso a sí mismo y al resto de los misioneros fue el aprendizaje de la lengua de los distintos grupos nativos, y por supuesto el quechua, lenguaje de las gentes andinas limítrofes a la selva. En su primer contacto con los nativos huarayos «se pasaba las horas enteras con los salvajes grandes y pequeños, empeñado en formar un vocabulario de su idioma… Pude reunir –dice él mismo– cuatrocientas voces».

a) Evangelizador itinerante

Nos permitimos transcribir literalmente la acertada síntesis que sobre este aspecto misionero ha hecho la dominica Cecilia Valbuena en su folleto sobre el P. Zubieta:

                        «Se puede definir la obra iniciada por el P. Zubieta como una "evangelización itinerante", siempre en camino, en el amplio sentido evangélico, saliendo al encuentro de las personas como objetivo fundamental, interesándose por su vida, su entorno, sus problemas y necesidades. Recorrió los caminos de la selva una y otra vez, superando las inmensas dificultades y superándose a sí mismo, a veces cansado y enfermo.

                        Al establecer la misión como lugar de referencia central no era para instalarse en ella a esperar a que llegaran allí los nativos; la misión más que connotación de Parroquia era el lugar social donde las tribus, con frecuencia nómadas, podían irse agrupando y formar poblados. El misionero alternaba el trabajo de la Misión con largas salidas hacia el interior de la selva. La Misión cambiaba de lugar según las necesidades de acercamiento a las tribus, que eran la referencia principal».

            Para ser más exactos diremos que el P. Zubieta y sus primeros compañeros de misión tuvieron que caminar tras los pasos y al ritmo impuesto por sus feligreses. Habituados los selvícolas a una vida nómada o seminómada, no fue nada fácil agruparlos en poblados estables. Por poner un ejemplo significativo de lo que acabamos de decir, podemos anotar que una buena parte de los primeros puestos misioneros (La Asunción de Ccosñipata, San Luis del Manu, Santa Rosa del Tahuamanu,…) no llegaron a consolidarse, y en un tiempo relativamente corto desaparecieron.

            Este apostolado itinerante, por la complicada selva y los peligrosos ríos y quebradas, supuso por parte del P. Zubieta y los suyos, un esfuerzo y derroche de generosidad considerable. Y por supuesto, también una gran paciencia, ya que de vez en cuando los nativos abandonaban con cualquier pretexto los poblados que con tanto esfuerzo y sacrificios de todo tipo se habían levantado, y regresaban a sus paseos por la selva.

b) Defensa del Nativo

De inmediato el P. Zubieta percibió que los nativos, moradores de siempre de la selva, se encontraban en una situación muy difícil y complicada a causa de la invasión de los aventureros del caucho y los grandes hacendados, que no sólo fueron adueñándose de los terrenos de los selvícolas, sino que utilizaron a estos como herramienta de trabajo.

            Tanto el P. Zubieta como su mano derecha, el P. Pío Aza, denunciaron vigorosamente ante las autoridades esta situación lamentable. En 1910 el P. Zubieta presentó un escrito-denuncia al gobierno peruano sobre la situación de indefensión en que se encontraban los nativos, pidiendo para ellos: «Protección… ya que, son perseguidos y cazados como fieras, resultando de esas cacerías la muerte de unos y la esclavitud de otros. Reúnense tres o cuatro individuos bien armados, que penetran en una tribu dócil y hospitalaria con carácter pacífico y comercial, y cuando ven la ocasión propicia acometen a los nativos haciendo uso de las armas de fuego. Unos nativos huyen a ocultarse, otros caen heridos mortalmente y otros más tímidos quedan a disposición de los criminales para ser vendidos según edad, sexo y condiciones de cada uno. Causa horror el solo hecho de recordar semejantes crímenes, pero es necesario hablar claro y poner remedio».

            En una carta que el P. Pío Aza dirigió al P. Zubieta le notifica que, como condición imprescindible para la evangelización de los selvícolas, hay que «cortar de raíz las correrías, el tráfico escandaloso que se está realizando con los salvajes, es indispensable recabar del Supremo Gobierno una ley que ordene que todo indio que se recoja en la montaña se entregue a las Misiones para su educación… De lo contrario, nosotros estamos de más, porque con estas correrías y atropellos que con los salvajes se cometen, no es posible entablar con ellos relaciones amistosas, y mucho menos atraerlos y catequizarlos».

            El P. Zubieta presentó un informe –a modo de proyecto ley–, al gobierno del Presidente Leguía y al Delegado Apostólico, en defensa de los nativos, y también como apología de la presencia misionera entre estos, que molestó a aquellos que mediante acosos o correrías inhumanas, habían esclavizado hasta entonces a los hijos de la selva sin testigo alguno.

            Los puntos principales que el P. Zubieta presentó al gobierno como proyecto para la promulgación de una futura ley se pueden resumir en los siguientes: «1º Quedan prohibidas en absoluto las correrías. 2º Absolutamente prohibido el tráfico con los salvajes, u otras personas, bajo ningún pretexto. 3º Los salvajes adquiridos de otro modo cualquiera prohibido en este Decreto serán entregados a la misión apostólica para su educación e instrucciónLos crímenes cometidos por los salvajes serán castigados por las autoridades de la zona correspondiente… 4º Los patronos que tienen personal indígena a su servicio estarán obligados a que los hijos de estos asistan a la escuela».

            Aunque no llegaron a plasmarse estos puntos en leyes, como era el deseo del P. Zubieta, parece que sí se dieron los primeros pasos para la protección y amparo de los nativos y, al menos, supusieron que las denuncias sobre los abusos que se cometían sobre los selvícolas tuvieran un mínimo sustento legal.

c) Pionero en la promoción educativa de la mujer

Una de las primeras y urgentes labores evangelizadoras que se le presentaron al P. Zubieta fue la educativa, reto verdaderamente lleno de dificultades. El selvícola tenía en la exuberante naturaleza de la selva el único y maravilloso libro donde aprender todo lo necesario para su vida. No le faltaba cierta razón en rehuir y considerar extraño, cualquier otro aprendizaje que no fuera el de la madre selva en el que lógicamente era un experto… Pero a las puertas de su mundo inevitablemente se encontraban otras culturas que traían consigo una serie de ventajas para la comunicación, aunque también arrastraran consigo una serie de problemáticas limitaciones.

            Desde el principio del trabajo evangelizador en las humildes viviendas misioneras siempre hubo un espacio para la educación de los más pequeños. Para el misionero este trabajo era un sobreañadido más en las múltiples tareas que a diario tenía que realizar: expediciones, trabajos manuales de todo tipo, especialmente agrícolas para poder subsistir, enfermero, proyectos pastorales-catequéticos, tiempo dedicado al cultivo de su vida religiosa, y un largo e imprevisto etcétera de problemas que a diario surgían en el puesto misionero.

            Pero si algo tocó al alma fuerte del P. Zubieta, fue la situación de la mujer selvícola: «Me conmovió profundamente la situación de la mujer en la selva. Desde ese momento se me clavó en la mente y en el corazón la idea de remediar tanta vileza y no veía otra manera de introducir en el apostolado de la Montaña la colaboración de religiosas. Sólo ellas podían penetrar en el alma de esas mujeres y darles a conocer su propia dignidad». En un mundo sin ley, como era el de la selva, la posesión de la mujer era la causa principal de la mayoría de los enfrentamientos entre los selvícolas, y de la más depravada explotación y esclavitud por parte de la mayoría de los aventureros que entraban en la selva.

            El P. Zubieta le debió dar muchas vueltas en su cabeza para tratar de llevar monjas educadoras a la selva, ya que hasta entonces no había habido ninguna experiencia de ese tipo que le pudiera orientar. «¿Quién se había de atrever a introducir (una) comunidad de religiosas en esas regiones tan llenas de trabajos y de peligros, donde apenas se atreven a resistir largo tiempo los hombres más aguerridos?» Al fin, el año 1913, del convento de dominicas españolas de Huesca partieron cinco religiosas hacia el Perú, al frente de las cuales iba la M. Ascensión Nicol, primera Superiora General y artífice, con el P. Zubieta, de la futura Congregación de las Dominicas Misioneras del Santísimo Rosario. En 1915 emprenden viaje de Lima a Maldonado, la M. Ascensión y dos hermanas más. Desde que salieron de Lima hasta llegar a Maldonado tardaron un mes en hacer un complicado y sufrido recorrido por montañas y ríos llenos de continuos peligros, teniendo que experimentar por primera vez en su vida misionera, transportes muy elementales pero novedosos para ellas, como las caballerías y las canoas.

            Para alegría del Vicariato, y especialmente para el P. Zubieta, pronto se consolidó el proyecto, y el 5 de Octubre de 1918 en el convento del Patrocinio de Lima se celebró el acto fundacional de las Dominicas Misioneras del Santísimo Rosario. La nueva Congregación atrajo a muchas jóvenes peruanas y españolas que hicieron posible la creación de nuevos centros educativos y sanitarios de valiosísima ayuda, no sólo para los selvícolas sino también para las gentes quechuas que vivían junto a los nuevos centros misioneros. A Quillabamba, el otro gran núcleo humano del Vicariato en la cuenca del río Urubamba, llegaron el año 1921.

            Al final de su vida el P. Zubieta escribía con legítima satisfacción acerca del trabajo misionero realizado por las religiosas: «Creo de tan trascendental importancia la obra que tenemos a nuestro cargo que me parece es lo único bueno que he hecho en mi vida. Lo que vosotras hacéis donde quiera que os encontréis, vale más que los trabajos de una comunidad de religiosos, más que todos los sermones, sencillamente porque educáis a la mujer, base de la familia y de la sociedad».

d) Gestor de un Gran Vicariato pobre

Probablemente la labor más ingrata que recayó sobre los hombros del P. Zubieta para poner en marcha el nuevo Vicariato misionero, fue la de conseguir un mínimo de recursos materiales para poder atender las necesidades más elementales, no sólo de los misioneros –sobradamente curtidos en una fuerte austeridad personal–, sino también de los nuevos neófitos que acudían a los puestos misioneros con la esperanza de aliviar sus penalidades corporales.

Hacemos nuestra la reflexión de la Hermana Cecilia Valbuena sobre este aspecto de la vida del P. Zubieta: «La fuerza de la obra de Mons. Zubieta tenía un mínimo sustento económico pues siempre fue un hombre pobre. Carecía de dinero, eran tiempos difíciles para la economía de los países, tiempos de guerra mundial, de baches económicos. No tenía instituciones que apoyaran los proyectos ni la Provincia podía asumirlos. Había que solicitar los ingresos para el sostenimiento de todo el Vicariato al Gobierno de Lima y en ocasiones había que mendigarlo. Con frecuencia se mencionan aquellos tiempos de hambre, escasez, los préstamos, los preciosos regalos que eran propinas de ropa, medicinas y poco más. Monseñor Zubieta era misionero de mochila al hombro, recorriendo caminos y ríos; la obra misionera no se sostenía, pues, en lo económico… Hizo los proyectos más audaces buscando, paso a paso y a medida que avanzaba, los recursos mínimos para seguir. Por eso con frecuencia menciona a la Providencia, que siempre respondía, después de muchos apuros pasados».

Y eso que desde que los misioneros llegaban a su lugar de destino, lo primero que hacían era cultivar el campo con sus fieles catecúmenos, «pero esto –como comenta el P. Wenceslao– sólo alcanzaba para no morir de hambre; todo lo demás debían esperarlo del P. Prefecto Apostólico».

Afortunadamente para el P. Zubieta y sus primeros compañeros mendicantes no faltó el apoyo y la ayuda de gente buena que les sacó de verdaderos apuros, empezando por sus Hermanas y Hermanos Dominicos de Cuzco y Lima; hubo también familias que apoyaron al P. Zubieta con una generosidad fuera de lo común, como fue la familia Yábar-Almanza, uno de cuyos hijos murió ahogado en el naufragio que sufrió en los remolinos del Ccoñec, cuando acompañaba al P. Zubieta en una de sus expediciones misioneras. Por supuesto que no faltaron tampoco las ayudas de asociaciones misioneras de Perú y posteriormente de España. Pero los recursos siempre resultaban escasos para los complicados viajes a la montaña y las necesarias expediciones por la selva.

            Tanto o más que los recursos materiales, lo que causó verdadero agobio en los comienzos de su andadura por el Vicariato fue la escasez de personal, de tal manera que a punto estuvo de renunciar a su puesto de Prefecto Apostólico. Afortunadamente sus sufrimientos en este sentido se vieron aliviados al incorporarse los dominicos de la Provincia de España al Vicariato, aunque siempre el P. Zubieta tenía nuevos proyectos para los que no tenía suficientes misioneros…

Como en la vida de todos los grandes misioneros, su fortaleza exterior se asentaba en una fe inquebrantable en la verdad del mensaje evangélico de salvación. Fe que el P. Zubieta y la mayor parte de sus compañeros cultivaban con una disciplinada y fervorosa vida interior. Podríamos señalar algunas de estas claves de esa fuerza interior de donde brotaba su generosidad evangelizadora.

a) Humildad y sencillez de espíritu

Para las personas que, como el P. Zubieta, han tenido que dar comienzo a un trabajo evangelizador tan complejo y problemático como el de poner en marcha el Vicariato de Puerto Maldonado, en plena selva amazónica, no es fácil conciliar la responsabilidad de tomar decisiones con fortaleza y, a la vez, permanecer con un corazón sencillo, reconociendo ante Dios y ante los compañeros más cercanos sus propias limitaciones.

            Los testimonios del P. Osende, uno de los misioneros más cercanos al P. Zubieta, y del Obispo Sarasola, su sucesor, garantizan sobradamente la difícil armonía de estos dos aspectos en la vida del P. Zubieta.

            Nos dice el P. Osende: «El gran explorador y apóstol de la montaña del Perú, cuando se olvidaba de sí era un coloso; cuando volvía sobre sí, era como un niño. Al tratarlo en la intimidad eso era lo primero que se advertía, y ese era sin duda el secreto de la atracción y simpatía que inspiraba, porque nada encanta tanto como la humildad en la grandeza. Ignoraba sus talentos y buenas cualidades y se reconocía el más inútil de los hombres. Vivía siempre con la obsesión de renunciar a su puesto por parecerle que era un obstáculo para el bien de las misiones. Era dócil a las menores indicaciones, casi hasta el exceso; pues si alguna vez se le notaba vacilación en sus decisiones, esto obedecía generalmente a que prestaba demasiada atención al parecer ajeno».

            Con motivo de su muerte Mons. Sarasola escribió lo siguiente: «Le conocimos a fines de 1919: era alto, robusto, de rostro grave, color sanguíneo y gesto noble… En cuanto se le trataba, inspiraba confianza y simpatía; era llano y sencillo, sin rebajarse; ocultaba cuanto podía las insignias episcopales; huía de ceremonias y revelaba un gran corazón. ¡Cuántas veces rodaban por sus mejillas lágrimas que no podía ocultar…!»

b) Oración en todo momento y lugar

Ningún trabajo y ocupación podía ser obstáculo para mantener el permanente contacto con el misterio de la presencia del buen Dios, manifestado a través de la naturaleza exuberante de la selva, y sobre todo en aquellos seres humanos que la habitaban inmersos en el más absoluto desamparo y abandono.

            Impresiona por su sencillez, austeridad y hasta por un cierto candor, la crónica testimonial de una de las primeras misioneras dominicas, mientras navegaban en una frágil canoa, hacia su campo de trabajo misionero, bajo la tutela del P. Zubieta: «Nuestro primer quehacer todos los días es seguir nuestros rezos, la primera parte del Santo Rosario, Horas, y la estación al Santísimo, uniéndonos a todas las misas y comuniones de las almas santas… Después de las dos rezábamos vísperas y la segunda parte del Rosario: también teníamos nuestras lecturas espirituales e instructivas. Trabajábamos en los intermedios las labores que llevábamos preparadas. Este orden lo seguiremos todos los días».

            El rezo del Rosario era el instrumento de paz y sosiego al finalizar las duras jornadas expedicionarias por los ríos de la selva. Trascribimos una de esas entrañables escenas en las palabras del buen misionero, P. Wenceslao, admirador y compañero de trabajos del P. Zubieta: «Todo ya en marcha, señalados los sitios de cada pasajero bajo la carpa, hirviendo ollas a todo ful, y antes que alguno se tumbe a la larga sin otro aviso ni preámbulo, se persigna y santigua con parsimonia y con voz clara comienza el rezo del Rosario. Nadie se extraña, ninguno remolonea, todos contestan, aunque algunos han de estar cuidando las ollas, probando el caldo o soplando el fuego; aquello es un hogar cristiano donde reina el amor, la paz. ¡Playas benditas del Tambopata, que daréis testimonio de tantas fervientes plegarias que desde vosotras se elevaron al cielo implorando la salvación de las almas de los infieles de la Montaña!».

            Pero lo que llenó de gozo y de paz al primer misionero del nuevo Vicariato Misionero fue, sobre todo, la presencia del misterio de la salvación en la Eucaristía. La inauguración del segundo sagrario en medio de la selva amazónica fue para el P. Zubieta un día inolvidable. Escribe en una de sus cartas: «Otra noticia que te alegrará más te tengo que dar… La colocación del segundo sagrario en la Montaña, en la Misión de San Jacinto. Fue un día que jamás olvidaré; uno de los mejores de mi vida… Pasamos gran parte del día en la Misión con cuatro de las religiosas, quienes a porfía hacían visitas y acompañaban a Jesús. Yo recé el Oficio en la Capilla, henchido de gozo y sin ganas de salir de ese lugar donde se celebró la fiesta que más recuerdos ha dejado en mi alma. Sea Dios bendito que así sabe premiar los trabajos de los que luchan por Él».

c) Cumplir la voluntad de Dios

Esta disciplinada e intensa vida interior del P. Zubieta de la que acabamos de manifestar unas pinceladas, se manifestó en una entrega sin reservas a los acontecimientos diarios de la misión, que en los difíciles comienzos del Vicariato estuvieron llenos de contrariedades e incertidumbres.

            Desde el principio de su vida misionera entendió con claridad meridiana que lo más importante en la misión era dejarse guiar por la mano de Dios: «Muchos me hablan de la fiereza de los nativos de esta región, y de las enfermedades de la Montaña, mas yo a nada atiendo; cumpliremos con nuestro deber, poniendo como siempre nuestra confianza en Dios».

            Llegado el momento de la prueba el P. Zubieta asumió con gran fortaleza los difíciles retos a los que tuvo que enfrentarse en su acción evangelizadora: «Mi alma templada en los sufrimientos de toda clase de tribulaciones, se contenta con unirse a Dios, cumpliendo su divina voluntad, aun a costa de todos los padecimientos, se contenta con ver a Dios en todo y actuar sus designios con fe ciega en Él y en sus obras; siempre dispuesto a dar la vida por Dios y la salvación de las almas que le redimió con su preciosa sangre. Mil veces la he expuesto a peligros inminentes, si Dios no la ha aceptado y me ha sacado del fondo del río, Él sabrá por qué lo hace: el sacrificio estaba hecho».

            El P. Zubieta, acepta las contrariedades y sufrimientos de la vida misionera, como parte integrante del trabajo evangelizador: «Esos sacrificios, esos tormentos, esas luchas, tristezas y contrariedades, esa oposición del cuerpo al espíritu, ¿será señal de que debemos abandonar el camino de la salvación?... La victoria supone lucha. Ninguno será coronado sin pelea, dice San Pablo».

            Probablemente quien mejor plasmó este espíritu de confianza absoluta del P. Zubieta en los planes misteriosos de Dios, fue su amigo y admirador el P. Wenceslao, que lo sintetizó en esta frase: «Mons. Zubieta era sabio, piadoso y místico; en todas las cosas veía la mano de Dios, su Providencia, su Bondad, y los demás atributos divinos».


El 21 de Noviembre de 1921, en la casa de las misioneras dominicas de la ciudad de Huacho, moría el P. Zubieta, casi repentinamente, a causa de un gran deterioro de su salud, que culminó en una fuerte pulmonía. Tenía 57 años, de los que once había pasado en las misiones filipinas, y veinte en las misiones de las selvas amazónicas del Perú. Toda una vida de entrega a la causa evangelizadora, en lugares llenos de peligros y de problemas.

            Pocos días antes de morir, en una carta dirigida al P. Sarasola, su sucesor al frente del Vicariato, le decía, entre otras cosas, lo siguiente: «Me dice el médico… que tomando ahora descanso y curándome, tenía vida y disposición para trabajar treinta años, pero si no me curo tomando descanso necesario, sólo podré trabajar unos tres años. Como estos tres primeros años son los más interesantes para la Congregación (de las misioneras dominicas), a fin de pagar deudas y cimentar las casas principales de la misma, creo más agradable a Dios que yo trabaje hasta que me sea posible…, aunque pasados esos tres años quede inútil para el trabajo o abrevie la vida, ¿no le parece?»

            Esta disponibilidad hasta la entrega de la propia vida por la causa del anuncio del evangelio formaba parte, como fundamento, de la mística misionera. El P. Zubieta, primer misionero del Vicariato de los ríos amazónicos del Madre de Dios y Urubamba puso los cimientos de las nuevas misiones dominicanas en tierras peruanas, dando su vida como el mejor instrumento evangelizador. Esa era y sigue siendo la señal de los grandes santos.