miércoles, 29 de marzo de 2017

CONCILIO DE TRENTO: LA VERDADERA DEVOCIÓN A LOS SANTOS Y EL USO ADECUADO DE LAS IMÁGENES

TODO EL TEXTO DEL CONCILIO DE TRENTO: https://delacuadra.net/escorial/trento.htm

 XXV. El purgatorio
     - Reliquias e imágenes
     - Religiosos y monjas
     - Indulgencias, índice, &c.

LA INVOCACIÓN, VENERACIÓN Y
RELIQUIAS DE LOS SANTOS,Y DE LAS SAGRADAS IMÁGENES

Manda el santo Concilio a todos los Obispos, y demás personas que tienen el cargo y obligación de enseñar, que instruyan con exactitud a los fieles ante todas cosas, sobre la intercesión e invocación de los santos, honor de las reliquias, y uso legítimo de las imágenes, según la costumbre de la Iglesia Católica y Apostólica, recibida desde los tiempos primitivos de la religión cristiana, y según el consentimiento de los santos Padres, y los decretos de los sagrados concilios; enseñándoles que los santos que reinan juntamente con Cristo, ruegan a Dios por los hombres; que es bueno y útil invocarlos humildemente, y recurrir a sus oraciones, intercesión, y auxilio para alcanzar de Dios los beneficios por Jesucristo su hijo, nuestro Señor, que es sólo nuestro redentor y salvador; y que piensan impíamente los que niegan que se deben invocar los santos que gozan en el cielo de eterna felicidad; o los que afirman que los santos no ruegan por los hombres; o que es idolatría invocarlos, para que rueguen por nosotros, aun por cada uno en particular; o que repugna a la palabra de Dios, y se opone al honor de Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres; o que es necedad suplicar verbal o mentalmente a los que reinan en el cielo.

Instruyan también a los fieles en que deben venerar los santos cuerpos de los santos mártires, y de otros que viven con Cristo, que fueron miembros vivos del mismo Cristo, y templos del Espíritu Santo, por quien han de resucitar a la vida eterna para ser glorificados, y por los cuales concede Dios muchos beneficios a los hombres; de suerte que deben ser absolutamente condenados, como antiquísimamente los condenó, y ahora también los condena la Iglesia, los que afirman que no se deben honrar, ni venerar las reliquias de los santos; o que es en vano la adoración que estas y otros monumentos sagrados reciben de los fieles; y que son inútiles las frecuentes visitas a las capillas dedicadas a los santos con el fin de alcanzar su socorro. Además de esto, declara que se deben tener y conservar, principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen madre de Dios, y de otros santos, y que se les debe dar el correspondiente honor y veneración: no porque se crea que hay en ellas divinidad, o virtud alguna por la que merezcan el culto, o que se les deba pedir alguna cosa, o que se haya de poner la confianza en las imágenes, como hacían en otros tiempos los gentiles, que colocaban su esperanza en los ídolos; sino porque el honor que se da a las imágenes, se refiere a los originales representados en ellas; de suerte, que adoremos a Cristo por medio de las imágenes que besamos, y en cuya presencia nos descubrimos y arrodillamos; y veneremos a los santos, cuya semejanza tienen: todo lo cual es lo que se halla establecido en los decretos de los concilios, y en especial en los del segundo Niceno contra los impugnadores de las imágenes.

Enseñen con esmero los Obispos que por medio de las historias de nuestra redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el pueblo recordándole los artículos de la fe, y recapacitándole continuamente en ellos: además que se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no sólo porque recuerdan al pueblo los beneficios y dones que Cristo les ha concedido, sino también porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables ejemplos de los santos, y los milagros que Dios ha obrado por ellos, con el fin de que den gracias a Dios por ellos, y arreglen su vida y costumbres a los ejemplos de los mismos santos; así como para que se exciten a adorar, y amar a Dios, y practicar la piedad. Y si alguno enseñare, o sintiere lo contrario a estos decretos, sea excomulgado. Mas si se hubieren introducido algunos abusos en estas santas y saludables prácticas, desea ardientemente el santo Concilio que se exterminen de todo punto; de suerte que no se coloquen imágenes algunas de falsos dogmas, ni que den ocasión a los rudos de peligrosos errores. Y si aconteciere que se expresen y figuren en alguna ocasión historias y narraciones de la sagrada Escritura, por ser estas convenientes a la instrucción de la ignorante plebe; enséñese al pueblo que esto no es copiar la divinidad, como si fuera posible que se viese esta con ojos corporales, o pudiese expresarse con colores o figuras. Destiérrese absolutamente toda superstición en la invocación de los santos, en la veneración de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes; ahuyéntese toda ganancia sórdida; evítese en fin toda torpeza; de manera que no se pinten ni adornen las imágenes con hermosura escandalosa; ni abusen tampoco los hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las reliquias, para tener convitonas, ni embriagueces: como si el lujo y lascivia fuese el culto con que deban celebrar los días de fiesta en honor de los santos. Finalmente pongan los Obispos tanto cuidado y diligencia en este punto, que nada se vea desordenado, o puesto fuera de su lugar, y tumultuariamente, nada profano y nada deshonesto; pues es tan propia de la casa de Dios la santidad. Y para que se cumplan con mayor exactitud estas determinaciones, establece el santo Concilio que a nadie sea lícito poner, ni procurar se ponga ninguna imagen desusada y nueva en lugar ninguno, ni iglesia, aunque sea de cualquier modo exenta, a no tener la aprobación del Obispo. Tampoco se han de admitir nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas el mismo Obispo. Y este luego que se certifique en algún punto perteneciente a ellas, consulte algunos teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que juzgare convenir a la verdad y piedad. En caso de deberse extirpar algún abuso, que sea dudoso o de difícil resolución, o absolutamente ocurra alguna grave dificultad sobre estas materias, aguarde el Obispo antes de resolver la controversia, la sentencia del Metropolitano y de los Obispos comprovinciales en concilio provincial; de suerte no obstante que no se decrete ninguna cosa nueva o no usada en la Iglesia hasta el presente, sin consultar al Romano Pontífice.

lunes, 27 de marzo de 2017

GIGANTESCA OBRA SOBRE LA HISTORIA DE LA IGLESIA DE AMÉRICA: http://jabenito.blogspot.com.es/2016/07/diccionario-de-historia-cultural-de-la.html

Amigos: Les comparto esta gigantesca obra dirigida por el P. Fidel González y en la que estamos colaborando numerosos historiadores

A consultarla, darla a conocer y, si puedes, envía nuevos artículos

JAB

 https://www.enciclopedicohistcultiglesiaal.org/diccionario/index.php?title=Especial:Newestpages&limit=150&namespace=-1

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  59. TEOLOGÍA Y DERECHO; La presencia española en Perú
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  105. INDEPENDENCIA DE IBEROAMÉRICA; factores en su proceso
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  123. AMERICA PONTIFICIA; Documentos del Archivo Secreto Vaticano
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  131. MARCHETTI JOSÉ (I). Sua vida no contexto do Brasil
  132. ANÓNIMOS EN LA BAV
  133. EVANGELIZACIÓN EN IBEROAMÉRICA: Documentación en la BAV y ASV
  134. TRADICIÓN Y MODERNIDAD; El laboratorio y la biblioteca
  135. TRADICIÓN Y MODERNIDAD; los Colegios Jesuitas del S. XIX
  136. PRENSA Y EDUCACIÓN EN EL MÉXICO DE CARLOS III
  137. MERCURIO VOLANTE
  138. LA GAZETA DE MÉXICO
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  142. PÉREZ MARTÍNEZ ANTONIO JOAQUÍN
  143. PÉREZ MARTÍNEZ ANTONIO JOAQUÍN (Puebla, 1763; Puebla, 1829) Obispo y Político
  144. JUNTA APOSTÓLICA DE 1526
  145. JUNTA APOSTÓLICA DE 1524; Catequesis y sacramentos
  146. DE LA CRUZ, SOR JUANA INÉS
  147. EUCARISTÍA; distribución a los indios
  148. DOCTRINAS; su publicación
  149. DIÓCESIS; Solicitudes de Creación
  150. DERECHO DE ASILO EN LAS IGLESIAS

SANTA ROSA DEL PERÚ, comedia de Moreto y Lanini estrenada en 1671

SANTA ROSA DEL PERÚ

La comedia de Agustín Moreto y Pedro Lanini y Sagredo estrenada en el año de su canonización

La obra conmemora la beatificación de la mística y terciaria dominica Rosa de Santa María (1568-1617) y se publica en 1671 en la "Parte XXXVI" de las Comedias escritas por los mejores ingenios de España, el mismo año de la canonización de Santa Rosa de Lima como la primera santa americana. Su representación formó parte de los festejos religiosos que se celebran en España y el Perú en honor a la nueva patrona de América y Filipinas.

La protagonista, Rosa de Santa María, es un personaje complejo, dócil a la Iglesia en los aspectos espirituales de su vida, pero rebelde al tiempo contra la sociedad patriarcal. A pesar de ello, su valentía en la castidad y la perfección espiritual cobran un claro sentido social y político en la obra; su defensa de la fe católica en el Perú virreinal se convierte en el símbolo más visible del carácter misional de la obra de España en el Nuevo Mundo. Como es de esperar en este tipo de obras teatrales del Siglo de Oro español, el diablo se opone a la llegada y la expansión de la religión católica en el Nuevo Mundo, que antes de la llegada del Evangelio representa la morada tradicional de la herejía, las tinieblas y la idolatría. Así aparece en otras comedias como El nuevo mundo descubierto por Colón de Lope de Vega o  La aurora en Copacabana de Calderón de la Barca.

Los dos dramaturgos caracterizan la cultura criolla —representada en este drama por Rosa de Santa María— como una extensión directa del mundo europeo, una realidad que se manifiesta sobre todo en la decisión de Rosa de adoptar a Santa Catalina de Siena como su modelo espiritual El mundo indígena, en cambio, se relaciona exclusivamente con el personaje del demonio, de modo que la cultura americana aparece como un elemento que se tiene que extirpar para siempre para asegurar el triunfo de la fe.

Comienza la obra al son de la música y una canción que servirá como motivo central:

"Ser Reina de las Flores,

la Rosa es la común,

y de las Reinas, Reina

la Rosa del Perú.

Teniendo a Lima el cielo

envidia de su luz,

trocaron sus Estrellas

el nácar al azul.

Engrandézcase el Perú,

si la plata le enriquece,    

que la Rosa le ennoblece

con belleza y con virtud."

Celebrad su nombre, amigos,

y de esta Rosa el aplauso

nunca cese, pues por ella

en Lima es perpetuo el Mayo.

Celebrad a Rosa, que hace

Cielos de Lima los Prados,

pues su hermosura empobrece   

toda la luz de los Astros.

 

Moreto, sin embargo, presenta a los confesores de Rosa como autoridades inapelables que la protegen de la Inquisición porque aceptan la vocación espiritual de la terciaria limeña. Según "Gaspar, El Doctor Juan del Castillo, y el Maestro Lorenzaana, que del glorioso Domingo son las Antorchas más claras, y toda su Religión aprueba, admira, y ensalza su vocación por segura, y para más confianza también de la Compañía de Jesús a examinarla han venido los Maestros de más letras y más fama, y todos están conformes".

El demonio no puede por menos de proferir lamentos: «Ya voy rabiando de verme / por una mujer vencido», lo cual indica que sigue su lucha contra Rosa.

Fiel al relato de la vida de Rosa escrita por el dominico L. Hansen, Moreto y Lanini presentan escenas de la unión mística de la santa con la Virgen y con el niño Jesús, y además repite un episodio en que Rosa pronostica que le va a llegar un regalo de chocolate de la casa de don Gonzalo de Maza

Sin duda alguna, la escena más importante de la primera mitad del tercer acto es la defensa que hace Rosa de la ciudad de Lima ante la amenaza de un ataque naval por parte de una armada holandesa. Aunque cunde el pánico en Lima por este ataque calvinista, Hansen indica que Rosa, en vez de sumirse en el miedo y la desesperación, se alegra porque cree

La última escena de Santa Rosa del Perú entonces indica que ya no es sólo una «débil muger» la que defiende la fe en América, sino que —como consecuencia del sacrificio y el martirio de Santa Rosa— Jesucristo y su corredentora la Virgen María son los que aseguran el triunfo del catolicismo en el Perú virreinal.

Según esta visión idealizada del Perú virreinal, Rosa de Santa María alcanza la santidad mediante la dedicación absoluta al amor espiritual y a la imitación de la pasión de Jesucristo. Y gracias a este sacrificio, se defiende no sólo un imperio político en el Perú, sino también un reino religioso bajo el dominio de Jesucristo.

De modo solemne termina la obra: Mientras están cantando, se suben a lo alto los tres romeros como están, y el NIÑO JESÚS siempre sobre la Santa ROSA, y el ÁNGEL custodio arrimadoa la Santa de rodillas, y canta el ÁNGEL segundo

ÁNGEL 2:   Dios para sí se lleva

del Rosa de la vida

la Rosa del Perú,

el asombro de Lima.

GONZALO: No sintáis, señor, su muerte,

pues para Dios resucita.

JUAN: Y para que algún consuelo

tengáis, mi hacienda os dedica

mi fe, que yo religioso

en la orden dominica

me he de entrar.

BODIGO: Y yo luego.

JUAN: Y aquí, senado, la vida

de la Rosa del Perú

da fin a sus maravillas.

 

Para ver la obra completa: http://www.comedias.org/moreto/strosa.html;

http://fondosdigitales.us.es/fondos/libros/6481/2/santa-rosa-del-peru-comedia-famosa-de-don-agustin-moreto/

 

viernes, 24 de marzo de 2017

LA OBRA DE SANTO TORIBIO EN LA EVANGELIZACION Y LA FORMACION DE LA CONCIENCIA NACIONAL EN EL PERÚ

LA OBRA DE SANTO TORIBIO EN LA EVANGELIZACION Y LA FORMACION DE LA CONCIENCIA NACIONAL EN EL PERÚ[1]

Víctor Andrés Belaunde

Hemos considerado como un sólo período en la conquista espiritual del Perú, el que va desde la llegada de los primeros misioneros y se extiende hasta el advenimiento de Santo Toribio. Esta etapa comprende los primeros viajes y excursiones misionadas, la fundación de los conventos, el establecimiento de las reducciones y de las doctrinas, la acción del primer Obispo (después Arzobispo) de Lima, y por último, la acción del Estado que encarnó Toledo. Este es el período heroico de la creación. Hemos visto cómo se destacan los problemas relativos a los regulares como doctrineros y los abusos de los curas y la jurisdicción de los Obispos. La obra emprendida exigía un nuevo impulso, no sólo para conservar y consolidar lo creado, sino para mejorarlo y difundirlo. Las dificultades vencidas surgían de nuevo, pareciendo insuperables. Las distancias y lo abrupto del territorio continuaban obstaculizando el progreso misional. Era muy difícil mantener el impulso heroico de los primeros días. Aparecían la mediocridad y el egoísmo inevitables en toda obra humana. El único factor antiguo definitivamente dominado fué la anarquía política, reemplazada por la afirmación de la autoridad estatal. que culminó en la obra del Virrey Toledo. Sus sucesores defendieron la Colonia de los peligros externos, mantuvieron el orden jurídico y prestaron a la Iglesia el apoyo necesario. Era indispensable que en este momento surgiera una personalidad genial bajo cuya inspiración se consolidara definitivamente la obra realizada.

Providencialmente apareció en la historia del Perú la egregia figura de Toribio de Mogrovejo. Elegido entre los seglares piadosos de elevada cultura, su elevación al Episcopado tuvo los caracteres de un llamamiento excepcional al cual él supo corresponder con la entrega y la oblación absoluta de un apóstol. Para su importante misión tuvo sobre todo Santo Toribio un sentido heroico de la vida, común a la élite española de su tiempo, y además del sello de verdadera autoridad, y de la inspiración de una auténtica cultura teológica y jurídica, ese quid divinum que diferencia a los santos de los demás mortales. Y como feliz culminación de todas estas raras prendas, poseyó la visión amplia y profunda de la enorme misión que el Papado y la Monarquía le confiaban. Pocas veces un hombre estuvo más preparado moralmente y mejor apercibido para llevar a cabo un glorioso destino.

Educado en el Colegio de San Salvador de Oviedo, en Salamanca, adquiere la mejor educación jurídica y teológica que podía darse entonces. Pasó luego como Inquisidor General a Granada, donde se distingue por su sabiduría y sagacidad, y, sobre todo, por su virtud. Ahí le sorprende el llamamiento del Rey que más parece haberse debido a una inspiración que a los consejos e influencias que obran en ocasiones semejantes. Siente como una súbita iluminación este llamamiento que él considera una misión que, por medio del Monarca, le confiere el mismo Dios, y se ~percibe al largo viaje que realiza preparándose con el mejor conocimiento de las tierras de los naturales y de la lengua de la región que debía gobernar espiritualmente. Montalvo, su insigne biógrafo, nos ha dejado, en páginas de sobria elegancia, a pesar del barroquismo dominante, los perfiles del Santo, cuando dice por ejemplo respecto de su humildad: "No era altivez aquella grave compostura, sino conocimiento de los que representaba; pedía reverencias cuando hacía veces de Dios, y sólo desprecios cuando hablaba por sí".58

 El nuevo Arzobispo se dio cuenta inmediatamente de que la catequización de los indios constituía la parte fundamental y original de su obra. Es cierto que la administración eclesiástica respecto de las ciudades hispánicas presentaba también problemas más graves que en las diócesis peninsulares; pero al fin, estos aspectos de la administración episcopal suponían una labor ordinaria y en vías de consolidarse. En cambio, el problema lleno de inquietantes complicaciones era el de la catequización de los indios. El Arzobispo vio claramente que ésta no podía efectuarse sin la utilización de los idiomas autóctonos. De aquí que sus primeros afanes se orientaran a componer catecismos en quechua y en aimara, "las lenguas más generales y usadas en estos tiempos" 59• Buscó la ayuda de los teólogos doctos y lingüistas expertos para que también hubiera conformidad en la doctrina cristiana en el lenguaje de los indios 60•

Naturalmente, esta idea fue aprobada por el Concilio Provincial que resumo. El Santo comprendió que, de modo general, la política seguida por los corregidores ofrecía obstáculo a la evangelización, y dirigió al Rey insistentes cartas delatando los abusos que cometían al obligar a los indios a trabajar y al retener los fondos de las comunidades que deberían emplearse en socorrer a los indios necesitados 61• En una palabra, Santo Toribio viene a confirmar la opinión de todos los misioneros sobre las trabas que presentaban los corregidores al bienestar de los indios. En dos empresas fundamentales se refleja la obra de Santo Toribio respecto de los indígenas. Primera, la convocación de los concilios para dar a la catequización mayor autoridad y armonía y cumplir además lo dispuesto por el tridentino; y segunda, la prolija visita del inmenso territorio diocesano. Santo Toribio convocó en 1583 el tercer Concilio diocesano, al que asistieron los Obispos de Quito, Charcas, Cuzco, Santiago y Tucumán. El Concilio luchó contra el grave inconveniente de las denuncias y reclamaciones presentadas contra el Obispo del Cuzco. Santo Toribio quiso que esas reclamaciones se tramitaran sin la presencia del Prelado acusado, pero a ello se opuso la mayoría de los Obispos; la actitud enérgica del Santo llegó a producir la intervención de la Audiencia de Lima.

A pesar del desmedro que para la autoridad del Concilio entrañaba este desacuerdo y la consiguiente demora de los trabajos, la tenacidad del Arzobispo logró la conclusión de éstos en los puntos que interesaban al programa del egregio prelado. Se aprobó la redacción de un solo catecismo; que los indios aprendiesen en su propia lengua las oraciones; que se les diera el Viático y la Comunión Pascual y que nada se les llevara por administrarles los Sacramentos. En cuanto a la instrucción de los indios, conviene transcribir lo ordenado por el Concilio en su canon 45: "Tengan por muy encomendadas las escuelas de los muchachos los curas de yndios y en ellas se enseñen a leer y escrivir y lo demás y principalmente que se abecen a entender y hablar nuestra lengua española y miren los curas que con occasion del escuela no se aprovechen del servicio y trabajo de los muchachos, ni les enbien a traer yerba o leña, pues encargan en esto sus conciencias con obligación de restituyr. Enseñen también la doctrina christiana a los niños y niñas, y no les ocupen en sus aprovechamientos, mas despidanlos temprano, para que vayan a sus casas, y sirvan y ayuden a sus padres, a los quales guarden respeto y obediencia". 62

Cabría también referirse a las prescripciones que establecen penas a los curas de indios que contratan y granjean con éstos; que disponen que los curas visiten los pueblos, por lo menos siete veces al año; que no dejen de dar el Santísimo Sacramento a los indios que, habiendo sido examinados, hallaren tener inclinación y deseo de la comunión; que los indios tengan libertad de casarse fuera de su ayllo; y que a cada parroquia no se le den ni señalen más de cuatrocientos indios tributarios. El estudio de las disposiciones del Concilio revela la más profunda preocupación por la evangelización, y el propósito de llevarla a cabo con toda eficacia, defendiendo al mismo tiempo los legítimos intereses de los indígenas. La obra del Concilio fue apoyada por memoriales que inspiró Santo Toribio. En uno de ellos denunció como abusivo el cobro de las tasas en plata que obligaba a los indios a buscarla alquilándose en distintos trabajos. Santo Toribio criticó severamente la mita que forzaba a los indios a dejar sus mujeres e hijos. En síntesis, puede decirse que por obra de los decretos del Concilio y del memorial en que se le apoyó, la Iglesia fue consecuente con la actitud de los primeros misioneros en la defensa de los aborígenes. La obra de este Concilio fue confirmada y completada por el de 1591. Se sujetó a los curas y religiosos al derecho común, de acuerdo con el Concilio de Trento y se prohibió la intromisión de legos, bajo uno u otro pretexto, en los asuntos eclesiásticos. 63

Respecto de las visitas diocesanas, causa asombro al historiador con~ temporáneo seguir el itinerario de Santo Toribio al viajar por su diócesis, atravesando desiertos, escalando montañas, pernoctando en punas y desafiando peligros sin cuento. Santo Toribio fue el paradigma del pastor ambulante; su ansia era conocer a todas sus ovejas para remediar sus necesidades. Hay que tener en cuenta que la arquidiócesis de Lima comprendía las dos terceras partes del Perú actual y que el Santo quiso visitar pueblo por pueblo, sin omitir ninguno. Recorrió más de seiscientas leguas, bautizó y confirmó miles de almas. La relación de su primera vi~ sita constituye el primer censo del Perú, pues indica respecto de cada pueblo el número de indios tributarios, y, en muchos casos, incluye da~ tos sobre las haciendas y ganados. La primera visita del Santo probó la realidad y trascendencia de la obra misional y doctrinera. Casi todos los pueblos tenían ya iglesia, casa cura, concejo, cárcel y hospital.

La lectura de la relación de esta primera visita lleva a concluir que se había producido la transformación estructural del Perú. Las comunidades y los pueblos -conservando sus caciques, habían entrado dentro de los cuadros de los concejos y corregimientos establecidos por la administración española. Las huacas, sepulturas y montículos habían sido sustituidos en gran parte por iglesias. Los pueblos y aldeas debe~ rían tener otra fisonomía, a causa de los nuevos edificios: templo, casa comunal y hospital. La visita del Arzobispo sirvió para mejorar la condición de las iglesias, para la continuación de las fundaciones, para la creación de hospitales y mejor funcionamiento de los existentes, y sirvió, sobre todo, desde el punto de vista moral, de vigilancia, estímulo, aliento y ejemplo para curas y feligreses. Un hálito de santidad y de fervor pasó por el territorio nacional en los viajes del Santo. La presencia del gran apóstol tenía que despertar la fe en los que no la tenían y avivarla en los indiferentes y tibios. Sobre esto tenemos un testimonio elocuente. El propio Santo nos dice 'cómo se extendía la caridad en los indios: "y de los indios se habrá junta~ do de limosna dos mil cabalgaduras poco más o menos, y mucha plata, ropa y maíz, ganado y trigo con tanta caridad, que yo he quedado admirado, yéndose muchos a buscar para dar limosna, diciendo que querían haden bien por sus almas. . . y se darían muchas gracias a Dios, de ver y entender la voluntad y el ánimo con que estos indios ofrecían la limosna y la inclinación tan santa que han tenido". 64

Sin embargo del carácter heroico de las visitas de Santo Toribio y de su insustituible valor, no sólo para el ambiente religioso del Perú, sino para el conocimiento en esa época de la realidad de nuestro país, fueron censuradas por el Virrey García Hurtado de Mendoza, el cual decía en su carta al Soberano: "Ni yo he visto al arzobispo desta ciudad ni esta xamas en ella y da por escusa que anda visitando su Arzobispado, lo qual tiene por de mucho inconveniente porque! y sus criados andan de ordinario entre los yndios comiéndoles la miseria que tienen y aun no sé si hacen otras cosas peores, de más de los inconvenientes que se sigue de que el arzobispo falte de su iglesia; y también se mete en todas las cosas del patronazgo y no hallo podernos averiguar con él para que los nombramientos derechamente como está obligado, y se entremete todo lo que toca a hospitales, fabricas de iglesias, y todas las demás cosas que son del patronazgo Real".65

Tanto por esta Carta como por la equivocada interpretación que se dio a unas letras de Santo Toribio enviadas a Roma, acerca de la provisión de Obispos, el Rey ordenó a Hurtado de Mendoza que se le amonestara, por Cédula de 29 de mayo de 1593, amonestación a la que, con toda humildad, se sometió el Santo, no sin escribir al Monarca, en carta de 10 de marzo de 1594, las emocionadas líneas que son su lapidaria biografía: " ... esperaba que los trabajos que he pasado des pues que vine a este reino que abra mas de doce años que han sido continuos, discurriendo por este distrito, visitando mis ovejas y confirmando y exerciendo el oficio pontifical por caminos muy travajosos y fragosos, con fríos y calores, y rríos y aguas no perdonando ningun travajo. aviendo andado mas de tres mili leguas y confirmando quinientas mili animas, y distribuyendo mi renta a pobres con ánimo de hacer lo mismo si mucha mas tuviera, aborresciendo al athesorar hazienda, y no desear verla para este efecto mas que al demonio; fueran de consideracion todas estas cosas antes los ojos de vuestra alteza como lo seran, entendiendo estas verdades que aqui digo". Más adelante expresa: "Y si a vuestra alteza le paresce que no soy merecedor de lo que tengo, dándome vuestra alteza y su santidad licencia para poderlo dejar y recogerme a alguna parte para quitarme de estas pesadumbres y cuidados, conservándose en esta parte la dignidad Arzobispal como fuere razón; lo hare de muy buena gana como la divina majestad se sirva y si no conviniere hacerse ansi ni servirse nuestro señor dello, no rrehusare el travajo aunque pase mas persecuciones; y esto represento a vuestra alteza con sentimiento y dolor y encarescimiento que por esto no sabré decir, deseando que nuestro señor alumbre el entendimiento a todos y perdone a lo que hubieren herrado y levantadme tan grandes testimonios, y referido cosas contra la verdad, y quales hayan sido sus intenciones buenas o malas Dios lo sabrá". 66

Esta carta produjo efecto en el ánimo del Rey, pues Don Felipe puso al margen de ella la nota siguiente: "Por la autoridad y decencia del prelado no conviene que el Virrey le dé en estrados la reprensión pública que aparece". 67

Quiso Dios premiar el celo del Santo permitiendo que muriese en plena obra en la soledad del pueblo de Zaña. Leemos con emoción en Montalvo los últimos momentos del Santo, nimbados de poesía y anunciadores de su glorificación. El 23 de marzo. Jueves Santo de 1606, al ritmo de los salmos, que acompañaba en el arpa Fray Jerónimo Ramírez, entregó el alma a su Creador el gran apóstol de la evangelización en el Perú. Respecto de su inmensa obra, vale la pena citar el testimonio de un documento producido a raíz de su muerte. Nos referimos a ·la Relación y Memorial de 1598, publicado por García lrigoyen, en que se dice que el Santo pasó: "predicando a los indios y españoles, a cada uno en su lengua, y confirmando mucho número de gente, que han sido más de seiscientas mil ánimas a lo que entiendo y ha parecido, y andado y caminado más de cinco mil leguas, muchas veces a pie, por caminos muy fragosos y ríos" 68•

Confirma su celo apostólico el proceso de beatificación. "En el amor del prójimo, fue ardentísimo el deseo de la salvación de las almas, no perdonando trabajo ni peligro, visitando y confirmando, predicando aún a los indios por su propia persona y socorriéndolos en sus necesidades y enfermedades a todos los pobres, dándoles largas limosnas, gastando en esto toda su renta con tanto desinterés que no sabía qué cosa era dinero ni codicia, hasta quitar de su propia persona y casa lo necesaria, porque no saliese de ella sin remedio la necesidad, sin decir a nadie mala palabra ni desabrida respuesta". 69

Y en el Decreto de beatificación se dice, hablando de las 1 virtudes del Santo: "Y en primer lugar, la del amor de Dios, no sólo llegar al grado de suficiente, sino aventajarse maravillosamente, de modo que la vida de dicho siervo de Dios se compuso de perpetua oración, o de establecer la fe católica en la nueva Cristiandad del Perú, con solicitud continuada, y en el continuo estudio de introducir la observancia en los decretos del Santo Concilio Tridentino; y en lo que toca al amor del prójimo no haberse concedido. asimismo, el siervo de Dios, lo que conocía ser necesario a los otros"70

NOTAS:

58 Francisco Antonio de Montalvo, El Sol del Nuevo Mundo (Roma, 1683), p. 271. ~9 Carlos García<> lrigoyen, Santo Toribio (Lima, 1906), IV, p. 11. 60 ibíd. .. p. 41. 61 /vid. • p. 34, 97. 128. 263. 62 La Iglesia de España en el Perú. Vol. 111. n. 12. p. 136.- Levillier (Organización de la Iglesia) ha publicado en extenso los cánones del Concilio de Santo Toribio. 63 Vargas ligarte, op. cit., p. 417. 64 García lrigoyen. op. cit., 11, p. 246. 65 Levillier, Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo (Madrid, 1920), p. 9-10; y en Organización de la Iglesia, l. p. 487. 66 Levillier, Santo Toribio, p. 13-14. 67 El Padre Leturia, en su magnífico trabajo sobre el Santo (Vid. Renovabis, 1945), cita los textos de Monseñor García lrigoyen y Levillier. 68 García Irigoyen, op. cit., p. 239. 110 Ibíd... III, p. 19. 70 Ibid. p. 53.



[1] V.A. Belaunde dictó el curso "La evangelización y la formación de la conciencia nacional en el Perú" en el Instituto Riva Agüero con cuatro conferencias publicadas en el BIRA  Boletín del Instituto Riva Agüero, PUCP. Nº1 Lima. 1951. http://www.acuedi.org/ddata/6019.pdf  Transcribo su texto sobre Santo Toribio pp.45-109, actualizado en su obra de madurez Peruanidad  Capítulo "La obra de Santo Toribio" pp.175-262 En Fondo del Libro del Banco Industrial del Perú, Lima 1983.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Venerable Vicente de Bernedo, de Navarra a Bolivia pasando por Lima

Les comparto la ilustrada y espiritual semblanza del P. J.M. Iraburu, acompañada de la simpática anécdota recogida en el Boletín de la Causa editado por los PP. Dominicos de Pamplona

Venerable Vicente Bernedo, apóstol de Charcas

Un muchacho navarro

En Navarra, las rutas del Camino de Santiago que vienen de Francia, una por Roncesvalles, y otra por Aragón, se unen en un pueblo de un millar de habitantes, Puente la Reina, que debe su nombre al bellísimo puente por el que pasan los peregrinos jacobeos. Allí, junto a la iglesia de San Pedro, en el hogar de Juan de Bernedo y de Isabel de Albistur y Urreta, nace en 1562 un niño, bautizado con el nombre de Martín, el que había de llamarse Vicente, ya dominico. Son seis hermanos, y uno de ellos, fray Agustín, le ha precedido en la Orden de Predicadores.

Conocemos bastante bien la vida del Venerable «fray Vicente Vernedo Albistur» -así firmaba él- a través de los testigos que depusieron en los Procesos instruidos a su muerte. Se perdieron los procesos informativos realizados en 1621-1623 por el arzobispo de Charcas o La Plata, pero se conservan los demás procesos (Pamplona 1627-1628, Potosí 1662-1664, La Plata 1663, Lima 1678).

Contamos también con una Relación de la vida y hechos y muerte del Venerable religioso padre fray Vicente de Bernedo, compuesta hacia 1620 por un dominico anónimo que convivió con él; y con las antiguas biografías publicadas por los dominicos Juan Meléndez (1675) y José Pérez de Beramendi (1750), así como con los excelentes estudios recientes del padre Brian Farrely, O.P., vicepostulador de su Causa de beatificación, que son la base de nuestra reseña.

De 1572 a 1578, aproximadamente, Martín estudió humanidades en Pamplona. Hay indicios bastante ciertos de que a los diez o doce años hizo «voto de castidad y religión», a la muerte, que le impresionó mucho, de un tío suyo capitán. A los dieciséis años de edad, fue Martín a estudiar en la universidad de Alcalá de Henares, y ya entonces, en el colegio universitario en que vivió, se inició en una vida de estudio y recogimiento. Recordando esta época, poco antes de morir, declaró con toda sencillez que «aunque en su mocedad y principios había tenido terrible resistencia, rebeldía y tentaciones en su carne, había vencido ayudado de Dios con ayunos y penitencias». Una vez que descubrió la inmensa fuerza liberadora del ayuno y de la penitencia, les fue adicto toda su vida.

Fray Vicente Bernedo, dominico

Tenían los dominicos en Alcalá de Henares dos casas, el Colegio de Santo Tomás y el convento de la Madre de Dios. En éste, fundado en 1566, y que vivía en fidelísima observancia regular, tomó el hábito en 1574 Agustín Bernedo. Y cuando Martín fue a estudiar en Alcalá, allí se verían los dos hermanos, y el pequeño sentiría la atracción de la comunidad dominicana. El caso es que en 1580 ingresó Martín en la Orden.

Los dominicos entonces vivían con un gran espíritu. A partir de la Observancia aceptada en España en 1502, y de la que ya dimos noticia, habían acentuado rigurosamente la pobreza, característica originaria de las Ordenes mendicantes, las penitencias corporales, y la dedicación a la oración, con una cierta tendencia eremítica, en cuanto ella era compatible con la vida cenobítica y apostólica. Taulero, la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, así como los dominicos Savonarola y Granada, eran para ellos los maestros espirituales preferidos.

Dedicados los dominicos principalmente al ministerio de la predicación, dieron mucho auge a las cofradías del Rosario y del santo Nombre de Jesús. Por otra parte, su formación intelectual venía guiada por la doctrina de Santo Tomás de Aquino, declarado Doctor Universal en 1567.

En este cuadro religioso floreciente, Martín Bernedo hizo en 1581, el 1 de noviembre, su profesión religiosa, y adoptó el nombre de Vicente. Vino así a tomar el relevo de otro gran santo dominico hispano-americano, San Luis Bertrán, que había muerto en Valencia el 9 de octubre de ese mismo año. Uno y otro, como veremos, ofrecen unos rasgos de santa vida apostólica muy semejantes. Los dos venían de la misma matriz sagrada, la fiel Observancia dominicana.

Estudios y sacerdocio

La renovación de la Orden de los Predicadores, y el auge de la doctrina de Santo Tomás, trajo consigo un notable florecimiento de teólogos dominicos, como el cardenal Cayetano en Italia, Capreolo en Francia, o en España Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y Domingo Báñez. Cuando fray Vicente Bernedo pasó a Salamanca, donde siguió estudios hasta 1587, encontró a esta universidad castellana en uno de sus mejores momentos, y pudo adquirir allí una excelente formación intelectual. Fue discípulo del gran tomista Báñez, y también probablemente del famoso canonista Martín de Azpilcueta, «el Doctor Navarro», tío de San Francisco de Javier. Compañeros de fray Vicente fueron por aquellos años salmantinos los dominicos Juan de Lorenzana y Jerónimo Méndez de Tiedra, y este último sería más tarde el Arzobispo de Charcas o la Plata que le haría el primer proceso de de canonización.

En 1586 llegó el día en que fray Vicente pudo escribir a su casa esta carta dichosa: «Señora Madre: por entender que Vuestra merced recibirá algún contento de saber (que ya bendito Dios) estoy ordenado sacerdote, he querido hacerla saber a Vmd. como ya me ordené (gracias a mi Dios, y a la Virgen Santísima del Rosario, y nuestro Padre Santo Domingo) por las témporas de la Santísima Trinidad».

Primeros ministerios

En el convento de Valbuena, en las afueras de Logroño, parece ser que en 1591 tuvo ministerio fray Vicente. Consta que predicó en Olite y que allí estableció una cofradía del Rosario. Se sabe por un testigo del Proceso de Pamplona (1627) que fray Vicente «hizo en este reino de Navarra muchas cosas que dieron muestras de su mucha virtud, religión y cristiandad, como es predicar la palabra de Dios en esta Villa de la Puente y en el valle de Ilzarbe, fundando en varios lugares de dicho valle cofradías de nuestra Señora del Rosario».

Predicaban por entonces los dominicos todo el Evangelio de Cristo a través de los misterios del santo Rosario. Un testigo del Proceso potosino, el presbítero Luis de Luizaga, afirmó que fray Vicente «le enseñó a rezar el rosario del nombre de Jesús», en el que se rezaba una avemaría en lugar del padrenuestro, y en lugar del avemaría se decía «ave, benignísimo Jesús».

Sabemos que en 1595 estaba fray Vicente en el convento de la Madre de Dios, de Alcalá. Para esas fechas ya había muerto su hermano mayor, en la expedición de la Armada Invencible, y su hermano dominico, fray Agustín. No quedaban ya más hermanos que Lorenzo, fray Vicente y Sebastiana. Y fue entonces cuando fray Vicente -en el convento madrileño de Atocha, donde había muerto el padre Las Casas treinta años antes- se inscribió en una expedición misionera hacia el Perú. Pasó a las Indias en 1596 o 1597, sin que podamos precisar más la fecha y la expedición.

Cartagena, Bogotá, Lima

Cuando fray Vicente llegó al puerto de Cartagena, vio un una ciudad fuertemente amurallada, de altos contrafuertes, al estilo de Amberes o de Pamplona. El Obispo, fray Juan de Ladrada, era el cuarto pastor dominico de la diócesis, y todavía estaba viva en la zona el admirable recuerdo de San Luis Bertrán. Poco tiempo estuvo allí fray Vicente, pues en seguida fue asignado como lector, es decir, como profesor a la Universidad del Rosario, en Santa Fe de Bogotá.

Esta importante ciudad de Nueva Granada tenía Audiencia, contaba con unos seiscientos vecinos y con cincuenta mil indios tributarios. El convento dominico del Rosario, fundado en 1550, pronto tuvo algunas cátedras, y en 1580 fue constituido por el papa como Universidad. Allí estuvo el padre Bernedo un par de años como profesor.

En 1600 fue asignado a Lima, hacia donde habría partido a pie, pues esto era lo mandado en las Constituciones actualizadas de 1556: «Como ir en cabalgadura repugne al estado de los mendicantes, que viven de limosnas, ningún hermano de nuestra Orden, sin necesidad, sin licencia (cuando haya prelado a quien acudir) o sin grave necesidad, viaje en montura, sino vaya a pie». Así pues, el padre Bernedo se dirigió a pie, por la cuenca del río Magdalena, y a través de un rosario de conventos dominicanos -Ibagué, Buga, Cali, Popayán, Quito, Ambato, Riobamba, Cuenca y Loja-, llegó hasta Lima, la Ciudad de los Reyes.

En 1600, la Archidiócesis de Lima era en lo religioso la cabeza de todo el Sur de América, pues tenía como sufragáneas las diócesis de Cuzco, Charcas, Quito, Panamá, Chile y Río de la Plata. En aquella sede metropolitana, en el III Concilio limense de 1583, se habían establecido las normas que durante siglos rigieron la acción misionera y pastoral en parroquias y doctrinas. Fray Vicente sólo estuvo en Lima unos cuantos meses.

Tenía entonces 38 años, y las edades que entonces tenían los santos vinculados a Lima eran éstas: 62 el arzobispo, Santo Toribio de Mogrovejo, 51 San Francisco Solano -que cinco años más tarde iba a producir en la ciudad un pequeño terremoto con un famoso sermón suyo-; 21 San Martín de Porres, 14 Santa Rosa de Lima, y 15 San Juan Macías, que llegaría a Lima quince años después.

En Potosí, Villa Imperial y «pozo del infierno»

Largas jornadas hizo fray Vicente, descansando con sus hermanos dominicos en Jauja, Huamanga -hoy Huancavelica- y Cuzco, caminando luego por aquellas tierras altísimas, hacia Copacabana, una doctrina de la Orden junto al lago Titicaca, y Chuquiabo, donde en 1601 se fundó el convento de La Paz, y siguiendo después hacia el convento de San Felipe de Oruro, para llegar finalmente al de Potosí.

Desde Cartagena de Indias había hecho un camino de 1.200 leguas, es decir, unos 7.000 kilómetros, mucho más largo que aquel otro viaje en el que acompañamos a San Francisco Solano desde Paita hasta el Tucumán. Por fin el padre Bernedo ha llegado al lugar que la Providencia divina le ha señalado, para que en dieciocho años (1601-1619) se gane el nombre de Apóstol de Charcas.

Potosí, a más de 4.000 metros de altura, fundada en 1545 al pie del Cerro Rico, o como le decían los indios Coolque Huaccac -cerro que da plata-, era ya por entonces una ciudad muy importante, llena de actividad minera y comercial, organizada especialmente a raíz de la visita del virrey Francisco de Toledo, en 1572, y de las célebres Ordenanzas de Minas por él dispuestas. En torno a la Plaza Mayor, hizo erigir Toledo la Iglesia Matriz, las Cajas Reales y la Casa de Moneda.

Contaba la Villa Imperial con conventos de franciscanos, dominicos, agustinos, jesuitas y mercedarios, situados en las manzanas próximas a la Plaza Mayor. Había varias parroquias «de españoles», trece para los indios que se agrupaban en poblaciones junto a la ciudad, y una «para esclavos», es decir, para los negros. Entre la ranchería de los indios y el Cerro se hallaba la tarja, casa en la que se pagaba a los mineros su trabajo semanal. En las minas los indios, obligados al trabajo por un tiempo cada año, según el servicio de mita o repartimiento, o bien contratados por libre voluntad -los llamados mingados-, laboraban bajo la autoridad del Corregidor, del alcalde de minas, de tres veedores y de ocho alguaciles o huratacamayos.

Por esos años en Potosí, a los treinta años de la fundación de la ciudad, las condiciones laborales de las minas eran todavía pésimas. Y también aquí se alzaron en seguida voces de misioneros y de funcionarios reales en defensa de los indios.

En 1575 tanto el arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loaysa, como el Cabildo de la misma ciudad elevan memoriales sobre la situación del trabajo en las minas (Olmedo Jiménez, M., 276-278). Unos años después, en 1586, Fray Rodrigo de Loaysa escribe otro memorial en el que describe así el trabajo minero de los indios, concretamente el que realizaban en Potosí: «Los indios que van a trabajar a estas minas entran en estos pozos infernales por unas sogas de cuero, como escalas, y todo el lunes se les va en esto, y meten algunas talegas de maíz tostado para su sustento, y entrados dentro, están toda la semana allí dentro sin salir, trabajando con candelas de sebo; el sábado salen de su mina y sacan lo que han trabajado». Cuando a estos pobres indios se les predica del infierno, «responden que no quieren ir al cielo si van allá españoles, que mejor los tratarán los demonios en el infierno... y aún muchos más atrevidos me han dicho a mí que no quieren creer en Dios tan cruel como el que sufre a los cristianos».

El mismo virrey Velasco, en carta de 1597 al rey Felipe II, le pide que intervenga para reducir estos abusos, y denuncia que los indios vecinos de Potosí son traídos a las minas «donde los tienen 2, 4, 6 meses y un año, en que con la ausencia de su tierra, trabajo insufrible y malos tratamientos, muchos se mueren, o se huyen, o no vuelven a sus reducciones, dejando perdidas casa, mujer e hijuelos, por el temor de volver, cuando les cupiere por turno [la llamada mita], a los mismos trabajos y aflicciones y por los malos tratamientos y agravios que les hacen los Corregidores y Doctrinantes con sus tratos y granjerías». Nótese que alude también a los abusos de los sacerdotes encargados de las Doctrinas. En efecto, poco antes ha señalado «la poca caridad con que algunos ministros de doctrina, particularmente clérigos, acuden a los que están obligados». Los culpables de todas estas miserias tenían todavía ánimo a veces para defenderse con piadosas alegaciones, como las escritas por Nicolás Matías del Campo, encomendero de Lima, en 1603, en su Memorial Apologético, Histórico, Jurídico y Político en respuesta de otro, que publicó en Potosí la común necesidad, y causa pública, para el beneficio de sus minas. En este engendro «maquiavélico», como bien lo califica hoy el padre Farrely, el sutil encomendero se atreve a alegar que «ni la deformidad de la obra se considera, cuando se halla sana, santa y recta la intención del operante». Sic.

Recogimiento inicial

En este mundo potosino, extremadamente cruel, como todo mundo centrado en el culto al Dinero, ¿qué podía hacer el padre Bernedo, si quería conseguir que Cristo Redentor, el único que puede librar del culto a la Riqueza, fuera para los indios alguien inteligible y amable? Comenzó por donde iniciaron y continuaron su labor todos los santos apóstoles: por la oración y la penitencia.

En aquellos años el convento dominico de Potosí tenía unos doce religiosos, y el recién llegado fray Vicente, antes de intentar entre los indios el milagro de la evangelización, quiso recogerse un tiempo con el Señor, como hizo San Pablo en Arabia (Gal 1,17). Durante dos años, según refiere la Relación anónima, «tuvo por celda la torre de las campanas, que es un páramo donde si no es por milagro no sabemos cómo pudo vivir». De allí, según Meléndez, hubieron los superiores de pasarle a un lugar menos miserable, a una celda «muy humilde, en un patiecillo muy desacomodado».

Y allí se estuvo, en una vida semieremítica, pues «amaba la soledad, de tal suerte que lo más del día se estaba en su celda encerrado haciendo oración, y si no era muy conocido el que llamaba a su celda no le abría». Un testigo afirmó que «todos los días se confesaba y decía misa con grandísima devoción». También «la devoción que tuvo con nuestra Señora y su santo rosario fue muy grande, el cual rezaba cada día y le traía al cuello». Igual que en San Luis Bertrán, hallamos en el Venerable Bernedo el binomio oración y penitencia como la clave continua de la acción apostólica fecunda.

Fray Vicente, concretamente, no comía apenas, por lo que fue dispensado de asistir al refectorio común. «Su comida -dice el autor de la Relación- fue siempre al poner el sol un poco de pan, y tan poco... que apenas pudo ser sustento de la naturaleza. En las fiestas principales el mayor regalo que hacía a su cuerpo era darle unas sopas hechas del caldo de la olla antes que hubiese incorporado a sí la grosedad de la carne... Certifican los que le llevaba el pan que al cabo de la semana volvían a sacar todo, o casi todo el que habían llevado, de donde se echa de ver lo poco que comía, y lo mismo afirman los que en sus casas le tuvieron en los valles», cuando comenzó a misionar, donde «los de aquella tierra no le conocieron más cama que el suelo».

Fue siempre extremadamente penitente, como se vio -sigue diciendo el Relator- «por los instrumentos de penitencia que nos dejó: dos cilicios uno de cerdas que siempre tuvo a raíz de las carnes, y un coleto [chaleco] de cardas de alambre que el Prelado le quitó en la última enfermedad de la raíz de las carnes, cuatro disciplinas cualquiera de ellas extraordinarias con que todas o las más noches se azotaba. La una más particular es una cadena de hierro de tres ramales, limados los eslabones para que pudiesen herir agudamente; unos hierros con que ceñía su cuerpo que le quitaron de él por reliquias los seculares que en su última enfermedad le visitaron». Y es que «siempre se tuvo por gran pecador», y con razón pensaba que no podría dar fruto en el apostolado si no mataba del todo en sí mismo al hombre viejo, dejando así que en él actuase Cristo Salvador con toda la fuerza de su gracia.

Estudio y pobres

El fámulo del convento, Baltasar de Zamudio, dijo que algunas veces que acudió a la celda de fray Vicente vio «que tan sólamente tenía una tabla y sobre ella una estera en que dormía, sin otra más cosa que unos libros en que estudiaba». Oración y estudio absorbían sus horas en ese tiempo. Lo mismo dice el presbítero Juan de Oviedo: «Siempre [que] entraba en la celda del siervo de Dios padre maestro fray Vicente Vernedo, siempre le hallaba escribiendo algunos cuadernos... y otras veces lo hallaba rezando hincado de rodillas».

Como veremos, era fray Vicente muy docto en Escritura y teología, y en su labor docente de profesor escribió varias obras. Pero no por eso se engreía, sino que «era muy humilde y pacífico con todos los que le comunicaban -según Meléndez-, y los hábitos que tenía eran muy pobres y rotos». Al amor de la pobreza unía el amor a los pobres, y en todas las fases de su apostolado tuvo un especial cuidado por ellos.

Cuando salía a veces a buscar limosna para el convento, «a la vuelta del viaje preguntándole el Prior cuánta limosna traía, respondía con sumisión que ninguna; porque la que había juntado la había repartido entre los indios que había en muchos parajes, necesitados de todo, y más que los mismos frailes, a quienes lo daba Dios por otros caminos... Y esto lo sabía decir con tales afectos de su encendido fervor y celo caritativo, que no sólo dejaba pagados y satisfechos a los prelados, sino contentos y alegres, teniendo su caridad en mucho más que si trajera al convento todas las piñas y barras del Cerro de Potosí».

La testigo Juana Barrientos «vio muchas veces» que cuando «le daba limosna por las misas que le decía, el venerable siervo de Dios iba luego a la portería, y la plata la daba de limosna a los pobres que allí estaban; y así le llamaban todos "el padre de los pobres" por grande amor y caridad». Y Juan de Miranda declaró que «lo poco que tenía [fray Vicente] lo daba de limosna a los pobres que a él acudían, y no teniendo qué darles se entristecía mucho y los consolaba con oraciones, encargándoles mucho a todos no ofendiesen a su Divina Majestad».

Sin embargo, como refiere Meléndez, «no era pródigo y desperdiciado, que bien sabía cómo, cuándo y a quién había de dar limosna; porque la misma caridad que le movía... a liberalidad con sus prójimos, le había hecho profeta de sus necesidades...; y así en llegando a su celda algunos de los que gastan lo suyo y lo ajeno en juegos y vanidades, y andan estafando al mundo, a título de pobreza, respondía ingenuamente: "Perdone, hermano, que no doy para eso"; y por más que le instaban y pedían significando miserias y necesidad, se cerraba respondiendo que no daba para eso; y esto pasó tantas veces, que llegaron a entender que por particular don de Dios, conocía los que llegaban a él por vicio, o por necesidad».

Fraile predicador con fama de santo

Por lo que se ve, en estos años de recogimiento casi eremítico, fray Vicente apenas salía de su celda como no fuera a servir a los pobres. Pero también salía, como buen dominico, cuando era requerido para el ministerio de la predicación. Predicaba con un extraño ardor, con una exaltación que, concretamente al hablar de la Virgen, le hacía elevarse en un notable éxtasis de elocuencia, hasta perder la noción del tiempo: «Sucedió en una ocasión -cuenta Meléndez- que predicando el venerable en una de las festividades de nuestra Señora, se explayó de tal manera en sus encomios, que de alabanza en alabanza, se fue dilatando tanto que predicó cinco o seis horas de una vez, con pasmo de los oyentes».

Ya por estos años el padre Bernedo tenía fama de santo, hasta el punto, dice el presbítero Juan de Cisneros Boedo, que «no salía de su celda, porque en saliendo fuera del convento no le dejaban pasar por las calles porque todas las personas que lo veían se llegaban a besar la mano y venerarle, y huyendo de estas honras excusaba siempre salir de su celda».

Y otro presbítero, Luis de Luizaga, añade que «si alguna vez salía era por mandado de los prelados a algún acto de caridad, y entonces procuraba que fuese cuando la gente estaba recogida, porque todas las personas que lo veían luego se abalanzaban a besarle las manos y venerarle por santo».

Doctrinero en la parroquia india de San Pedro

Se acabaron, por fin, los años de vida recoleta. Por los años 1603 a 1606, probablemente, fue fray Vicente doctrinero de la parroquia de San Pedro, la más importante parroquia de naturales que en la zona del rancherío tenía el convento potosino de Santo Domingo. Hubo de aprender el quechua para poder asumir ese ministerio pastoral, según las disposiciones del Capítulo provincial dominicano de 1553 y las normas de los Concilios limenses (1552, 1567 y 1583). Y es sorprendente comprobar, ateniéndonos a los testimonios que se conservan de estos años parroquiales, cómo el padre Bernedo en este tiempo continuaba sus oraciones y penitencias con la misma dedicación que en sus años de recogimiento.

Así, por ejemplo, un minero del Cerro Rico, Juan Dalvis, testificó que «siendo niño de escuela se huyó de ella y se fue a retraer a la iglesia de la parroquia del señor San Pedro... y allí estaba y dormía con los muchachos de la doctrina, donde estuvo ocho días, y en este tiempo conoció allí al siervo de Dios, el cual decía su misa muy de mañana, y como este testigo no podía salir de la iglesia le era fuerza el oír misa, y con la fama que el siervo de Dios tenía de hombre santo se la llegaba a oír este testigo con más devoción, y siempre que le oyó su misa le vio este testigo patentemente y sin género de duda que el siervo de Dios, antes de consagrar y otras veces alzando la hostia consagrada, se suspendía del suelo más de media vara de alto, y así se estaba en el entre tanto que alzaba la hostia y el cáliz, y a esto, con ser la edad de este testigo tan tierna, quedaba admirado porque no lo veía en otros; y el olor que el siervo de Dios despedía era muy extraordinario porque parecía del cielo, y de noche veía que dormía en la sacristía de la parroquia sin cama ni frazada ni otra cosa que le cubriese más que su hábito, y que todas las noches se disciplinaba con unas cadenas que este testigo conoció eran por el ruido que hacían, y que lo más del día y de la noche se pasaba en oración hincado de rodillas».

Fray Vicente, como Santo Domingo de Guzmán o como San Luis Bertrán, no sabía ejercitar otro apostolado que el enraizado en la oración, al más puro estilo dominicano: contemplata aliis tradere. Después de todo, éste es el modo apostólico de Cristo, que oraba de noche, y predicaba de día (Mc 6,46; Lc 5,16; 21,37).

Misionero itinerante

El padre Bernedo fue hombre de poca salud, según los que le conocieron. Cristóbal Álvarez de Aquejos «vio que el siervo de Dios andaba siempre con poca salud, muy pálido y flaco, y que padecía muchas incomodidades de pobreza, y todas éstas le veía que llevaba con grande paciencia y sufrimiento, resignando toda su voluntad en las manos de Dios». Al menos ya de mayor, según recuerdo de Juan de Oviedo, presbítero, «era muy atormentado de la gota, enfermedad que le afligía mucho».

Con esta poca salud, y con una inclinación tan fuerte al silencio contemplativo ¿podría este buen fraile dejar su convento, o salir del marco estable de su doctrina de San Pedro, y partir a montañas y valles como misionero entre los indios? Así lo hizo, con el favor de Dios, largos años, alternando los viajes de misión con su labor docente de profesor de teología.

En efecto, a partir de 1606 y desde Potosí, fray Vicente salió a misionar regularmente, por el sur hasta el límite de los López con la gobernación de Tucumán, por los valles subandinos de la región de los Chibchas, y al este por la provincia de Chuquisaca, hasta la frontera con los chiriguanos. Contra toda esperanza humana, anduvo, pues, en viajes muy largos, a través de alturas y climas muy duros y cambiantes. Y viajando siempre a lo pobre.

Juan Martínez Quiroz recuerda haberle visto en Vitiche, cómo «andaba tan pobremente por los caminos con un mancarrón [caballejo] y una triste frazada con que se cobijaba, y dondequiera que llegaba aunque le daban cama no la quería recibir y dormía en el suelo sin poner debajo cosa chica ni grande». Según un Interrogatorio preparado para el Proceso de 1680, se iba fray Vicente por las zonas indias «pasando grandísimo trabajo en todos los caminos, guardando en todos ellos el mismo rigor, y aspereza, silencio, y pobreza que en su celda, pasando las más de las noches en oración, y teniendo siempre ayunos continuos, y casi siempre de pan y agua, sin querer recibir de nadie otro regalo ninguno más que pan». Predicaba donde podía, fundaba a veces cofradías del Rosario y del Nombre de Jesús en los poblados de indios y españoles, «y a veces -dice el mismo Martínez Quiroz- se ponía junto al camino real y viendo que pasaba alguna persona se le llegaba a preguntar con toda modestia y humildad de dónde venía y del estado que tenía, y conforme a lo que le respondía contaba un ejemplo, instruyéndoles en las cosas de Dios y de su salvación».

El padre Bernedo, como sus santos hermanos mendicantes Luis Bertrán o Francisco Solano, aunque misionara entre los indios, llevaba su celda consigo mismo, y evangelizaba desde la santidad de su oración. Y esto lo mismo en la ciudad que en la selva o en las alturas heladas de la cordillera andina.

En los López, concretamente, según recuerdo del minero Alonso Vázquez Holgado, «en su cerro de Santa Isabel, que es un paraje en todo extremo frígido, por ser lo más alto, estaba también allí en un toldo el venerable siervo de Dios fray Vicente Bernedo, de noche; y llamándole los mineros que estaban allí en una casa pequeña, para que se acogiese en ella por el mucho frío que hacía y para darle de cenar de lo que tenían, se excusó cuanto pudo el dicho siervo de Dios, con que no tuvo lugar de que entrase en la casa. Y después, acabado de cenar, salieron fuera algunas personas de las que habían estado dentro, y este testigo se quedó en la casa; y de allí a un ratito volvieron a entrar diciendo cómo habían visto a fray Vicente... de rodillas, haciendo oración, sin temer el frío que en aquel paraje hacía, de que quedaron admirados porque el páramo y frío que allí hace era tan grande que algunas veces sucedió hallar muertas a algunas personas de frío en aquel paraje». A muchos miles de metros de altura, con un frío terrible, orando a solas, de noche, en un toldo... Ésta es, sin duda, la raza de locos de Cristo que evangelizó América.

Retiros largos y resurrecciones

A veces fray Vicente, durante sus travesías misioneras, se detenía una temporada en un lugar para hacer un retiro prolongado. Su «compadre» Pérez de Nava, en el Proceso potosino, comunica este recuerdo:

«Este testigo tenía su casa en el valle de Chilma, provincia de Porco, donde el siervo de Dios estuvo cinco o seis meses retirado en sus ejercicios, y en este tiempo vio este testigo que nunca salió de un aposentillo en que se hospedó, porque se estaba todo el día y la noche en oración y tan sólamente comía de veinte y cuatro a veinte y cuatro horas un poco de pan y agua; y estando en este paraje y casa sucedió que en un río que estaba allí cerca se ahogó un muchacho indiezuelo que sería de edad de tres a cuatro años, y con aquella lástimas sus padres, con la grande fama que el siervo de Dios tenía de hombre santo, se lo llevaron muerto y le pidieron intercediese con nuestro Señor para que le diese vida, y el siervo de Dios movido de piedad, cogió al muchacho y lo entró dentro de su aposento, y todos los presentes se quedaron fuera, y luego dentro de dos o tres horas poco más o menos volvió el siervo de Dios a salir del aposento trayendo al muchacho, que se llamaba Martín, de la mano, vivo y sin lesión alguna, y se lo dio a sus padres diciéndoles que diesen gracias a Dios por aquel suceso, de que todos y este testigo quedaron admirados y con mayor afecto lo llamaban "el padre santo"».

En otra ocasión, probablemente un año antes de morir, el padre Vicente Bernedo, en el valle de Vitiche, resucitó a la señora Francisca Martínez de Quiroz, y el proceso informativo potosino de 1663 recogió todos los datos del caso.

Los chiriguanos, sueño imposible

La zona misional más avanzada era la ocupada por los indios chiriguanos, grupo numeroso de la familia tupiguaraní, procedentes del Guayrá o Paraguay. Eran éstos muy aguerridos, y había sometido a los chanes o chaneses, a quienes tenían como esclavos. Por los autores de la época sabemos que eran antropófagos, y también sabía esto fray Vicente, como lo expresa en una carta a Felipe III: «Cuando un chiriguana se enoja, coge un hacha o maca y mata al esclavo; y cuando a una vieja le da gana de comer carne humana matan al esclavo que se le antoja y se lo dan a comer; y cuando muere algún chiriguana natural, o su mujer, o hijo, o hija, matan algunos esclavos para enterrarlos con ellos, demás que en unas tinajas grandes que tienen para este ministerio meten vivos a los muchachos y muchachas e indios mayores y alrededor de la sepultura ponen estas tinajas en cada una un esclavo o una esclava y con la chicha y maíz que les ponen les encierran allí hasta que mueran».

Eran los chiriguanos muy astutos y simuladores, como se vio en varias ocasiones, lo que les hacía aún más peligrosos. Una vez, parlamentando con una expedición de españoles, dijeron que, en tanto los soldados estuvieran con sus arcabuces armados, no podían atender las razones evangelizadoras del padre Rodrigo de Aguilar, que les hablaba en chiriguano. Fray Rodrigo pidió a los soldados que apagaran las mechas de sus armas, y en cuanto lo hicieron éstos, un chiriguana le abrió en dos la cabeza al dominico de un golpe de macana. Este bendito mártir, el padre Rodrigo de Aguilar, era precisamente el confesor del padre Bernedo.

Pues bien, fray Vicente intentó en varias ocasiones evangelizar a estos chiriguanos terribles, internándose muy adentro por sus zonas, más allá del Río Grande. Sufría mucho de verles cerrados todavía al Evangelio, y también le afligía mucho la suerte de quienes caían en sus manos. Pero lo mismo que Santo Domingo no pudo pasar a evangelizar a los cumanos, a pesar de su deseo, tampoco pudo fray Vicente llevar adelante su heroico proyecto. Otros hermanos suyos dominicos lo intentarían, animados por su ejemplo. En todo caso, este impulso suyo sostenido hacia los chiriguanos, es una confirmación de lo que aseguran, según Meléndez, los testigos que le conocieron: «Fueron grandísimas las ansias que tuvo de padecer martirio... Faltó al ánimo el martirio, pero no al martirio el ánimo».

Teólogo y escritor

Fray Vicente, que traía una excelente formación bíblica y teológica de las universidades de Alcalá y de Salamanca, tuvo el grado de lector, y en las Indias ejerció como profesor de teología primero en Bogotá (1598-1599), y posteriormente, ya asignado a Potosí y alternando con sus viajes misioneros, ejerció la docencia en la próxima ciudad de La Plata, o Chuquisaca (1609-1618), en el Estudio General que allí tenían los dominicos desde 1606.

Aquel fraile tan orante, que ya en su celda primera de Potosí estaba «siempre escribiendo cuadernos», tenía una muy considerable erudición teológica, y dejó escritos no sólo una serie de sermonarios y cartas, sino también unos comentarios a la Suma Teológica de Santo Tomás -al estilo de Báñez, con cierta originalidad a veces-, junto con «pareceres innumerables», como dice él mismo en su carta de 1611 a Felipe III.

Estos pareceres, que se escribían por iniciativa propia o en respuesta a consultas oficiales, eran sentencias, cuidadosamente argumentadas, sobre cuestiones candentes del momento. Era norma de aquella Provincia dominica que ningún religioso «que no fuese, o hubiese sido lector o graduado» dictara pareceres. El padre Bernedo, en una prosa más bien pesada y farragosa, muestran en estos escritos un espíritu lúcido y ardiente, atento a las cuestiones de su época, atrevido y duro a veces en la expresión, como cuando arremete contra ciertos jueces poco escrupulosos, que medran con sus granjerías. A éstos les llama a la restitución: y «si no lo hicieren, escribe, con la plata que llevaron o mejor decir sin ella se irán al infierno».

Siempre el mismo

Durante este último decenio, junto a sus labores docentes y sus viajes misionales, también ejercía fray Vicente, como buen dominico, el ministerio de las predicaciones festivas y ocasionales. Recogeremos sólamente un testimonio, el del maestro pintor Miranda, que según su declaración,

«conoció al siervo de Dios tiempo de cuatro años antes de que muriese, y siempre reconoció en él una vida ejemplar y santa, porque siendo este testigo mayordomo de la fábrica de la parroquia del señor San Pedro, que es de religiosos del orden de Predicadores [y de la cual fray Vicente estuvo encargado unos años], vio que el siervo de Dios fue a la parroquia a decir un novenario de misas a la Virgen en la Candelaria, el cual tiempo asistió en la sacristía, donde dormía y estaba todo el día, y que no tenía cama ni otra cosa alguna más de que dormía en el suelo, y este testigo, como tal mayordomo de la fábrica y que estaba todo el día en la parroquia, le asistía y servía, y así vio lo referido y que todo su sustento era de veinte y cuatro a veinte y cuatro horas dos huevos duros sin querer recibir otra cosa de sustento por tenue que fuese; y que con la grande opinión y fama que tenía de santo acudían a él los indios de la parroquia que estaban enfermos que sus hijos estaban ya desahuciados y sin esperanza de vida, y el siervo de Dios con mucho amor y caridad los recibía y consolaba, y vio este testigo en muchas ocasiones que con sólo una bendición que les echaba sanaban y se iban con entera salud dando gracias a Dios y aclamando en voces altas: "El santo padre nos ha dado salud", y esto era muy público y notorio en toda esta Villa».

Y sigue informando: «Todo el tiempo que el siervo de Dios asistió en la parroquia de San Pedro, este testigo le ayudaba la misa que decía sin perder ninguna, y que en ellas le veía que antes de consagrar, y otras veces habiendo ya consagrado, se suspendía del suelo más de media vara en alto, y así se estaba un gran rato, de que este testigo y todos los circunstantes quedaban admirados y dando gracias a Dios de tener en esta Villa un religioso santo y de tan loable vida. Y asimismo vio este testigo todas las noches las pasaba en oración, hincado de rodillas y a ratos en parte oculta se disciplinaba. Y estando haciendo oración una noche en la iglesia, vio este testigo que el siervo de Dios también estaba suspendido del suelo más de media vara. Y todo lo referido lo veía este testigo porque, como tiene dicho, le asistió como mayordomo de la fábrica, pues dormía dentro de la iglesia, con que tenía particular cuidado en reparar en las acciones del siervo de Dios».

Éxtasis final y muerte

Permite Dios a veces que hombres santos tengan intenciones que no coinciden con las divinas, y así ellos, que han mostrado con frecuencia dotes proféticas de discernimiento respecto de otras personas, yerran en alguna cosa sobre sí mismos. El 1 de enero de 1619 escribe fray Vicente una carta en la que manifiesta su intención de pasar a España con objeto de hacer imprimir allí sus escritos, y para ello obtuvo licencia del provincial y consiguió limosnas para costear el viaje y para editar sus libros. Pero el 10 de agosto de ese mismo año cayó enfermo. El autor anónimo de la Relación potosina, testigo directo, narra con todo detalle cuanto presenció aquellos días:

Aún celebró misa el día 13, pero sufrió un desmayo y apenas pudo acabarla. Hubieron de llevarle a su celda, «donde se estuvo el siervo de Dios recostado sobre la misma tabla en que dormía cuando sano, vestido todo éste. No bastaron con él razones ni ruegos a que se dejase desnudar ni para que tomase otra cama, hasta que el padre prior se lo mandó por obediencia, y luego sin replicar como obedientísimo consintió que le desnudásemos y que le pusiésemos sobre un bien pobre colchón que se tomó de la cama de otro religioso».

Próximo a la muerte, seguía siendo el mismo de siempre. «Su silencio fue el mismo que tuvo en salud, pues jamás habló si no fue respondiendo entonces sólo lo necesario, o en cosas precisas a las necesidades naturales o edificativas de sus hermanos. Y a los seglares que le visitaban su paciencia fue rarísima, que jamás se quejó ni aún dio señal por donde pudiésemos colegir que tenía algún dolor».

Siempre observante, procuró guardar las normas del ayuno, y hasta la misma víspera de su muerte rezó las Horas litúrgicas y se confesó diariamente con toda devoción. «El viernes [16] viéndose muy afligido y cierta ya, a lo que entendemos, su partida, al padre prior y algunos religiosos de este convento, entre los cuales por mi dicha me hallé yo, y con notable encogimiento, humildad y vergüenza, nos dijo que por la misericordia de Dios nuestro Señor y con su gracia, había guardado hasta aquel punto el precioso don de la virginidad». También confesó, para honra de Dios y de la Orden dominicana, que «hacía muchos años que se conservaba limpio sin mancha de culpa mortal, y preguntado si esto era así, por qué frecuentaba tan a menudo el sacramento de la penitencia, respondió que por los veniales, que era insufrible carga, y por el respeto que se ha y debe tener a la presencia de Cristo nuestro bien en las especies sacramentales del Altar... También declaró el insaciable deseo que reinaba en su alma de padecer martirio por su ley o su fe».

«El sábado [17] a poco más de mediodía le dio un parassismo, a nuestro parecer, que en realidad de verdad no fue sino rapto que él tuvo abstraído de los sentidos por espacio de media hora, poco más, que fue el tiempo en que el convento hizo la recomendación del alma según y como en el Orden se acostumbra. Tiróle el padre prior del brazo, y con esto volvió en sí, y dijo a su confesor que el padre prior despertándole le había quitado todo su bien; y en confesión le dijo y declaró que en aquel tiempo que estuvo sin sentidos había visto a la Santísima Trinidad, a la Virgen Sacratísima nuestra Señora y a nuestro glorioso Santo Domingo, que le habían consolado y animado». Y el lunes 19, poco después de que, convocada la comunidad, se hiciera la recomendación de su alma, «la dio él con extraña paz y serenidad a Dios cuya era».

Las exequias fueron las de un santo reconocido como tal por todos, desde el Cabildo de la ciudad hasta el último niño. «Los más no le sabían más nombre que "el padre santo de Santo Domingo"». Un año y cuatro meses después, poco antes del Proceso que se le inició, trasladaron sus restos para colocarlos bajo el altar de una capilla, donde mejor pudieran ser venerados. El arzobispo Méndez de Tiedra, su antiguo compañero de Salamanca, el Cabildo, Comunidades religiosas, caballeros y pueblo, asistieron al solemne acto, y «le hallaron tan incorrupto como si en aquel mismo día acabara de morir».

A comienzos de 1991 la Iglesia reconoció públicamente las virtudes heroicas del Venerable siervo de Dios, religioso de la Orden de Predicadores, fray Vicente Bernedo, navarro de Puente la Reina.

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