sábado, 5 de mayo de 2018

Huellas N.3, Marzo 2018

PRIMER PLANO

Un afecto lleno de razones

Giovanni Paccosi

Es uno de los temas más queridos por el Papa y uno de los menos comprendidos. ¿Por qué para él la PIEDAD POPULAR es «un gran tesoro»? ¿Y qué nos enseña?

Entre los aspectos que llaman la atención del pontificado de Francisco se encuentra su atención particular por la piedad popular. Para muchos, se trata de una expresión que evoca un mundo de "santeros" y credulidad, objetos bendecidos que parecen amuletos. Algo sentimental y próximo a la superstición. Sin embargo, también pertenecen a la piedad popular las peregrinaciones a Santiago de Compostela o a Loreto, las visitas a los santuarios, la devoción por santos como Francisco, Teresa de Jesús, Padre Pío, y un largo etcétera. Forman parte de la piedad popular la sencillez del Rosario recitado cada día en la parroquia, la adoración al Santísimo Sacramento, el viacrucis y las bendiciones, todos ellos gestos en los que muchas personas sencillas encuentran un alimento para su fe. 
Por eso, como leemos en la Evangelii Gaudium, la piedad popular es «un gran tesoro». El Papa la ve como fruto de una auténtica inculturación de la fe. «No está vacía de contenidos, sino que los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in Deum que el credere Deum». Tiene una gran fuerza misionera, «conlleva la gracia de la misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: el caminar jun- tos hacia los santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador». Y sus expresiones «tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización». Lo he podido comprobar a menudo en mi historia como sacerdote.

LA VIRGEN DE LA MANZANA. Un día, visitando a un amigo, vendedor de terracotas, me quedé fascinado mirando una reproducción preciosa del bajorrelieve de la "Virgen de la Manzana", una terracota vidriada de 1455, obra maestra de Luca de la Robbia, conservada en el Bargello. La compré, sin saber que se convertiría en algo muy importante en mi historia. Llegado el mes de mayo (eran los años noventa), con la gente de mi parroquia, una pequeña comunidad rural en las colinas florentinas, decidimos rezar el Rosario en las distintas zonas de la parroquia. Llevábamos con nosotros esa Virgen para tener un punto común al que mirar en los distintos lugares donde nos reuníamos. Era el mes mayo, con las luciérnagas en las noches cálidas, el buen olor a campo y esa bellísima imagen…
Cuando, al cabo de unos años, el obispo me envió a otra parroquia, la gente no me dejó llevarme a la Virgen de la Manzana. Para todos, lo mismo que para mí, ya se había convertido en una imagen sacra, signo insustituible de aquella experiencia de Dios, presente en la oración y en la belleza, que habíamos vivido juntos cada mayo. Pero yo la quería. Entonces compré otra, que también utilicé con el mismo fin en la nueva parroquia de periferia adonde fui. Cuando, al cabo de cuatro años, tuve que partir de misión al Perú, de nuevo no me dejaron llevármela. Llevé a Lima la tercera imagen. Y allí se quedó… Ya voy por la cuarta copia, pero en estos años por el mundo ¡cuántas miradas se han levantado hacia ese rostro dulce y pensativo de madre e hija de Jesús! Me costó cuatro veces más tener mi Virgen de la Manzana, pero me alegro, porque para muchos ha llegado a ser lo que modeló Luca de la Robbia: un signo de belleza que sostiene la fe.

EL SEÑOR DE LOS MILAGROS. En 2001, cuando llegué a Lima, no imaginaba el alcance de la devoción más popular del Perú, la del Señor de los Milagros. Se trata de una imagen de Jesús crucificado que en el mes de octubre, desde el siglo XVII, se lleva de procesión en andas, durante días, subida a un basamento recubierto de oro y plata y llevado por los miembros de la Hermandad de los devotos del Señor de los Milagros (de la que forman parte varios miles de hombres) y que durante las procesiones convoca a millones de fieles. He visto una foto tomada desde lo alto en la Plaza Mayor de Lima, en la que se ven miles de rostros fijos en la imagen sacra. No hay ni uno que mire a otro lado, porque cada uno está realmente delante de Jesús, sin más.
También en mi parroquia peruana había una Hermandad del Señor de los Milagros, que no gozaba de buena fama entre los parroquianos porque muchos de los 150 hombres que participaban en ella eran conocidos como bebedores, mujeriegos o cosas por el estilo. Sin embargo, estando años con ellos, he visto cómo la devoción a la imagen de Jesús, el esfuerzo de llevarla por las calles, la gratitud por las gracias recibidas, poco a poco abrían en el corazón de esos hombres una brecha al deseo de una vida cristiana, a los sacramentos, al cambio de las relaciones en la familia y el trabajo. También yo me hice devoto, también yo lloré, también deseé cambiar mi vida mirando al Señor que pasaba.
Ahora estoy de nuevo en Italia donde, bajo la aparente aridez de manifestaciones públicas religiosas, vive un pueblo que expresa su fe con sencillez y busca y reconoce los gestos que expresan su corazón religioso. Es esta la piedad popular. Por una gracia recibida, por una tradición local o familiar, cuántas personas llegan a través de este cauce a la devoción sincera por un santo, o retoman conciencia de su necesidad de Dios en un santuario o, viviendo una verdadera conversión, se encuentran con Jesús y con la vida eclesial. Es un gran tesoro que hay que vivir y amar como un auténtico cauce de encuentro con Cristo. Como bien nos dice el Papa.